PRENSA

La conmovedora historia de los niños judíos salvados del Holocausto por familias católicas

De golpe y porrazo, a los siete años, Gianni Polgar pasó a
ser Franco De Renzini. Si alguien lo llamaba por su nombre, sabía que no debía
darse vuelta. Aunque sus papás estaban vivos, debía fingir ser huérfano. No
podía asomarse a la ventana para saludar a los chicos con los que solía jugar
en la vereda porque, si lo veían, podía ser desterrado de su familia, de su
barrio, de este mundo. Tomó la primera comunión y hasta se sacó una foto con un
supuesto padrino de confirmación. Gianni Polgar, un niño judío, se sabía de
memoria la misa en latín.

Bianca María Campagnano tenía 9 años cuando se debatía entre
responder “judía” o “católica” si la paraban por la calle para preguntárselo
mientras cruzaba a pie la ciudad de Roma, camuflada de niña cristiana y luego
de haber sido bautizada, para visitar a sus papás en el altillo donde se
escondían de la voracidad nazi. Bianca María no tenía dudas: “Judía”. Era y se
sentía judía.

Entre 1943 y 1945, el pánico corroía las venas de toda
Europa. Italia, sin embargo, fue uno de los países que más desafió la ocupación
alemana: espontánea y audaz, la ciudadanía trazó un cielo protector que
refugiaba judíos contra la deportación. “Durante el juicio en Jerusalén, Adolf
Eichmann, arquitecto de la solución final y del exterminio del pueblo hebreo,
dijo que entre todos los países ocupados por Alemania, Italia fue el más
difícil para la deportación de judíos porque la población, en vez de
denunciarlos, los protegía escondiéndolos”, dice Giovanna Sadun, hermana de
Annalisa, sobreviviente de una familia hebrea de Siena socorrida por otra
católica.

 “Hay documentación
histórica que reconoce una gran solidaridad en la población. Estábamos bajo la
República de Salò y hubo connivencia entre algunos oficiales de las fuerzas
públicas y ciudadanos que socorrieron y escondieron judíos. En Italia, por
ejemplo, las cifras de deportaciones fueron menores que en Francia”, dice la
historiadora Alessandra Staderini, cuyos papás, cuando ella tenía un año,
rescataron a dos nenes hebreos –Bianca María y Marcello Campagn–no-, hijos de
una familia amiga.

La República de Salò fue ese invento fascista que Mussolini
creó en el centro-norte del país que controlaban los nazis y al que llamó
República Social Italiana. Cuando la Segunda Guerra Mundial exhaló su último
aliento, la monstruosidad antisemita se había devorado a unos seis millones de
personas. Hubo, sin embargo, conventos, monasterios, iglesias, colegios
religiosos y familias católicas que arroparon niños hebreos cuyos papás los
entregaban en custodia humanitaria porque olían el aliento, próximo, fétido y
feroz, de los campos de concentración.

Sucedió en la iglesia San Gioacchino in Prati, en Roma,
donde el párroco, el padre Antonio Dressino, permitió, luego del armisticio del
8 de septiembre de 1943 –que otorgó un pase de libre circulación a las macabras
pesquisas alemanas por toda Italia–, hospedar judíos y perseguidos políticos
tapiándolos en el ático de la iglesia. Sólo se podía acceder a ellos a través
del rosetón de vidrios azules. Lo sabía muy bien la hermana Margherita, la
monja de la Divina Providencia que cocinaba almuerzo y cena para los amurallados
vivos.

La comunidad hebrea nunca olvidó gestos como éste. En los
años ’60, el Estado de Israel creó la Comisión de los Justos, cuya labor es
conceder el título de “justo entre las naciones” a toda aquella persona que,
sin ser judía, hubiera salvado a alguien de ese origen.

Raoul Wallenberg, un diplomático sueco que dejó el pellejo
en su afán por rescatar vidas de las fauces nazis en Budapest y que en 1945 fue
detenido por los rusos y no se supo nunca más de él, fue uno de ellos. En su
memoria, el argentino Baruj Tenembaum, un gaucho judío nacido en Santa Fe, creó
en 1997 la Fundación Internacional Raoul Wallenberg, una ONG con sede en Nueva
York y sucursales en Buenos Aires, Jerusalén y Roma, que se embarca en
proyectos educativos que rescatan el coraje cívico de quienes aportaron una
gota de alivio en el océano del infierno del Holocausto.

Desde 2014, la fundación lleva adelante Casa de Vida, un
programa que se propone identificar, homenajear y contarle a todo el mundo
quiénes, dónde, cómo y cuándo cobijaron a los perseguidos por el nazismo.
Cuando encuentran un lugar donde algún judío halló un retazo de paraíso al
amparo de un alma solidaria, la fundación coloca una placa que identifica ese
espacio como Casa de Vida.

 “Durante la Shoá hubo
decenas de miles de individuos que ayudaron a integrantes de minorías
condenados a muerte por el nazismo y sus aliados. Muchos han sido debidamente
reconocidos, otros aún no”, dice el creador de la fundación, cuyo presidente es
el empresario Eduardo Eurnekian.

“El programa Casa de Vida es el modo que elegimos para
agradecer a todas esas personas que en el continente europeo (en este caso casi
en su totalidad se trata de instituciones religiosas pertenecientes a la Iglesia
Católica) arriesgaron hasta sus vidas por preservar la del prójimo –agrega
Tenembaum–. Es de destacar que el hecho de que sean más de cinco centenares de
instituciones católicas en toda Europa abre un interrogante y, al mismo tiempo,
un desafío sobre el rol cumplido por el Vaticano durante los años de la
guerra.” Hasta ahora, se han identificado más de 500 Casa de Vida en Italia,
Francia, Dinamarca, Hungría, Grecia, Polonia y Bélgica. Según Silvia
Constantini, referente de la fundación en Italia, “cada Casa de Vida trae más
casas de vida. Seguimos descubriendo una red de ayuda, de solidaridad, de
humanidad que está en la base de este proyecto, uno de cuyos objetivos es
preservar la memoria del bien, la memoria de las elecciones que algunas
personas hacen en el momento justo, dejando de lado el peligro que puedan
correr”.

Salvar a los nenes de Elvira. Una noche de 1943, Bice
Gilardoni, la esposa de Fausto Staderini, un ingeniero católico que tenía una
imprenta en Roma, soñó que una voz le decía: “Tenés que salvar a los nenes de
Elvira”. Elvira era una amiga suya de la burguesía hebrea romana. Estaba
casada, tenía dos hijos, Bianca María y Marcello, y llevaba días escondida en
un convento con su familia ante la amenaza devoradora de los nazis.

Los Staderini habitaban una villa en Via Nicotera 4. La
planta baja era un estudio jurídico y en la planta alta vivían Bice, Fausto y
sus seis hijos. “De la noche a la mañana fuimos ocho”, recuerda Carla
Staderini. Le quedó una imagen grabada: “Cuando los papás dejaron a Bianca
María y a su hermano en casa, les impusieron las manos sobre la cabeza y
rezaron en una lengua que yo no conocía: intuí que invocaban una protección
divina”.

 “Lo de los campos de
concentración se supo después, pero yo era una nena y les tenía pánico a los
alemanes. Pensaba que me iban a venir a buscar”, dice Bianca María. Tiene 84
años y, cada tanto, se reúne con los Staderini, que la pasan a buscar en auto y
la traen hasta la villa de Via Nicotera, donde la Fundación Wallenberg colocó
la placa de Casa de Vida. “Estuvimos escondidos nueve meses. Hasta venía la
maestra en secreto, la señorita Sanzoni, para que no perdiéramos el año –dice
Bianca María–. La buena noticia llegó en 1944, el día que llamó mi tío para
decir que estaba fumando cigarrillos americanos. Quería decir que los alemanes
se estaban yendo.”

El coraje de un pediatra. En noviembre de 1943, cuando
Annalisa Sadun era una recién nacida, los judíos de Siena se hundían en la
desesperación ante la inminente presencia atroz de los alemanes. Monseñor Luigi
Rosadini, de la iglesia de Vignano, no dudó en dar refugio a los Sadun, una
familia hebrea que tenía una bebé de cuatro meses.

Poco después, los Sadun fueron refugiados en casa de Gino
Cardini, un pediatra que vivía en un palazzo de la Via San Pietro 21, en el
centro de Siena. Hoy, frente al edificio antiguo, que sigue siendo morada de
los Cardini, hay un negocio que vende revistas y recuerdos de la ciudad. Los
imanes para la heladera cuestan 3 euros. “La desesperación de mi madre era que
yo lloraba todo el tiempo. Se suponía que estábamos escondidos allí, que nadie
tenía que descubrirnos, pero no había cómo calmar el llanto desesperado de esa
bebé que era yo. Tal vez presentía el temor con el que se vivía”, dice Annalisa
Sadun, hoy una abuela que ya cumplió los 75.

El 6 de marzo de este año, durante la celebración de la
Jornada Europea de los Justos en Siena, Annalisa participó en la ceremonia que
declaró Casa de Vida el hogar de los Cardini y la iglesia de Vignano. “Siempre
he vivido este relato con mucha naturalidad –dice Fiamma Cardini, hija de aquel
corajudo Gino–. Jamás vi en mis padres un gesto de temor o duda por dar refugio
a los Sadun.”

Peligro inminente. “Desde chiquitos notábamos y sabíamos que
había diferencias entre nosotros y los demás. Yo iba a la sección hebrea de la
Enrico Pestalozzi, cerca de la estación. Eran clases exclusivamente para niños
judíos, en horarios distintos al de los demás y no podíamos tener contacto con
otros niños”, cuenta Gianni Polgar, un jubilado romano que sobrevivió gracias
al director de un colegio católico.

Su padre era abogado, conocía a un funcionario del Banco de
Roma que, ante el peligro inminente, derivó a Gianni al Collegio San
Giuseppe-Instituto de Merode. En siete meses, nunca salió a la calle.

 “Venía a verme una
vez por semana una señora, tía Annetta, que en realidad era mi madre. ‘No tenés
que llamarme mamá porque si no, nos llevan a los dos’, me decía ella. A mi
padre nunca lo vi durante esos meses”, cuenta.

Una abuela, un tío y un primo de Polgar fueron deportados y
asesinados. Una prima, deportada con su esposo y su hijo, logró volver de un
campo de concentración. “Rehízo su vida pero luego se suicidó. No podía aceptar
haber sobrevivido”, dice Gianni. El se casó con una católica con la que decidió
que, si tenían hijos, serían judíos: “En la cena de los viernes leíamos la
plegaria en hebreo y cuando terminábamos, la empleada doméstica, que no era
judía, se hacía la señal de la cruz y decía ‘Amén’. Seguramente para un judío
ortodoxo no estaba bien pero yo encontraba esa escena maravillosa”.

Consultado sobre si vio la película La vida es bella, Gianni
responde que no lo entusiasmó. “Es conmovedora y profunda en ciertos aspectos.
Pero ha banalizado algo terrible que ha sucedido en Europa, cuna de la
civilidad”, dice. “Esta historia se inicia en una leyenda que dice que mientras
haya un justo sobre la tierra, el mundo estará a salvo”, dice Giovanna Sadun.

Gianni Polgar es testimonio vivo de la leyenda hecha
realidad. Hoy tiene 82 y sale de gira por escuelas para contar el terror y la
solidaridad que vivió cuando era un nene judío protegido por católicos.

Todavía recita pasajes de la misa en latín.