PRENSA

Los refugiados y la bancarrota moral de la Unión Europea

Por Marcelo Cantelmi. El millón de refugiados o más que ingresó a Europa el año pasado huyendo de las guerras en el norte de África, la de Siria centralmente, equivale al 0,2% de la población de la Unión Europea de casi 508 millones de habitantes. El doble de aquella cifra apenas movería el indicador. Tampoco el triple. Pero aún así los europeos han agregado cuotas de tragedia al drama de estos desesperados que desafían las aguas heladas del mar Egeo para saltar de Turquía a Grecia e intentar hallar una oportunidad de sobrevivir. Para peor este flujo no ha hecho más que crecer en proporción directa a la expansión e internacionalización de la guerra en Siria y aledaños. Y en estas épocas, porque en el invierno, cuando todo es más complicado, se reduce el costo que los traficantes cobran a estos desgraciados. Así de miserable va esta historia.

Durante 2015 países con tasa de natalidad negativa como Alemania abrieron las fronteras para cobijar a esta gente, al menos, hasta que la crisis se aliviara. Un reconocimiento estrecho pero cierto sobre la responsabilidad occidental en las causas de esta pesadilla que debería serlo también en sus consecuencias. Ese proceso de acogida se revirtió, sin embargo, bloqueado por una ofensiva de frentes xenófobos que se han esparcido de modo tal que definen el presente y futuro europeo.

Estos grupos crecieron de la mano de la crisis económica global como reacción de las clases medias a una realidad inesperada de escasez. Los liderazgos que nacieron de esos barros colocaron al diferente -color, origen, religión o elección sexual-, en el blanco de su narrativa confrontativa. La respuesta a la crisis era el regreso a lo propio y el desprecio a una otredad que se estigmatizaba como amenaza para los empleos y que, además, era “peligrosa” por el espectro de Oriente Medio.

La Unidad Europa y, dentro de ella, el espacio Schengen que permite el cruce liberado de las fronteras, son parte de los ladrillos que se comenzaron a desmontar. Como la pesadilla económica se ha vigorizado con niveles sin precedentes de concentración del ingreso y de desigualdad, la intolerancia se adueñó del escenario.

El más notorio de estos movimientos es el Frente Nacional francés de Marine Le Pen, que acaba de exhibir su músculo con una victoria resonante en las elecciones regionales, el primer escrutinio tras los sangrientos atentados de noviembre en París. Ese partido neofascista mostró, además, capacidad para cosechar votantes en todas las clases sociales de un país con cerca de 3,6 millones de desocupados.

No tan lejos de ahí, en Austria, el Partido de la Libertad, de similar fragua, se aseguró en setiembre el 30% del electorado. El Fidesz en Hungría ya es poder y ha estado en la vanguardia de la hostilidad a los migrantes. En Dinamarca, con el 20% de los votos, y segunda fuerza nacional, el ultraderechista Partido Popular Danes, ya es parte de la coalición gubernamental. Ese país acaba de votar una legislación que autoriza confiscar los bienes por encima de los 1.500 euros a los inmigrantes que supliquen asilo. La iniciativa original bajaba esa cifra a poco más de 400 euros. En Suecia, donde el xenófobo Demócratas de Suecia impone su agenda, acaba de anunciarse la expulsión de hasta 80.000 refugiados de regreso literalmente al mar.

La lista sigue con otras formaciones de igual talante: el Partido por la Libertad de Geert Wilders en Holanda, el UKIP en Gran Bretaña, la Liga Norte en Italia, los ultras del sur de Alemania o Amanecer Dorado de Grecia, que se uniforma al estilo nazi.

En el espejo de la década del ‘30 con su deriva nacionalsocialista, estas formaciones canalizan hacia esos pasillos el descontento social de las masas. Su influencia ha crecido de modo tal que Bruselas le acaba de demandar a Grecia que impida que los inmigrantes que llegan a ese país sigan viaje al centro del continente. Nadie sabe cómo Atenas podría lograr tal cosa. El ministro de Interior belga, Jan Jambon, miembro del xenófobo N-VA, les aconsejó que usen la Armada para empujar los barcos de los desesperados de regreso a Turquía aunque haya que hundirlos. Con cierta sorna, esperemos, el canciller griego Nikos Kotzias coincidió en que “Si quieren pararlos, hay que hacerles la guerra, bombardearlos, hundir sus botes y dejar que la gente se ahogue”.

Aun sin esa contribución, el mar hace tiempo que amontona muertos por el frecuente naufragio de los botes desvencijados que traen a los migrantes, también hacia Italia. Esos desastres se agravaron luego que se reemplazó el sistema MareNostrum que cubría las costas de la península hasta las orillas de África salvando a los desesperados en su huida. El nuevo programa, Tritón, arrancó en 2014 con menos fondos, y metas limitadas al patrullaje cercano, sin incluir rescates.

Esta saga trágica puede mirarse en el espejo de los “boat people” que en los ‘70 huían por mar de la guerra de Vietnam. Aun entonces el fanatismo chauvinista les incendiaba las casas precarias donde se refugiaban en países como Alemania. Es un antecedente ilustrativo. El fin de la guerra en el sudeste asiático y, particularmente, el crecimiento espectacular de la economía vietnamita, fue lo que acabó con ese capítulo de exilio forzado. Como comentó con picardía un diplomático a este cronista quizá “va siendo hora de tomar aquella idea de crear, dos, tres.., muchos Vietnam que planteaba el Che Guevara” en 1967. El desarrollo económico no es el único, pero sí un factor central para extinguir la violencia. Es una deuda que Occidente mantiene con esas naciones donde se protegieron dictaduras que incubaron terrorismos y la gente fue asumida como un daño colateral de esos intereses estratégicos. Pero, valdría la pena hacerlo también para preservar lo que puede perderse.

Steve Jobs, el gurú que revolucionó la tecnología del mundo contemporáneo, era hijo biológico de un emigrante sirio, Abdulfattah Jandali, oriundo de la ciudad de Homs, hoy reducida a escombros. Este hombre conoció a la madre del fundador de Apple cuando estudiaba en la universidad de Wisconsin. Ella quedó embarazada pero no pudieron casarse porque los padres de la mujer se oponían, según los biógrafos, por el rechazo de la familia a la ascendencia árabe del joven. El bebe fue entregado en adopción y siguió la historia que conocemos.

La provocación de esa anécdota debería devolver una mirada modesta a los refugiados sirios o de otro origen que golpean a las puertas de Europa. Peregrinan entre la vida y la muerte para hallar una oportunidad y el derecho a no ser discriminados. Justamente.