PRENSA

Iom Hashoá

‎“Nunca digas que esta senda es la final / aunque acero y plomo cubran un cielo celestial, / nues-‎tra hora tan soñada llegará / redoblará nuestro cantar: ¡Aquí estamos!‎
Desde las nieves a las palmeras de Sión / aquí estamos con el dolor de esta canción / y en el ‎lugar donde salpicó nuestro sangrar / nuestra fe y nuestro valor han de brotar.‎
Un sol de aurora nuestro hoy iluminará / nuestro enemigo en el ayer se esfumará / y si el alba ‎retrasara su aparecer / que cual emblema sea siempre esta canción.‎
Con sangre y fuego se escribió este cantar / no es el canto de un ave que libre puede volar / ‎entre los muros que sin miedo derribó / lo canta un pueblo que con valor su brazo armó.‎
Nunca digas que esta senda es la final / aunque acero y plomo cubran un cielo celestial, / ‎nuestra hora tan soñada llegará / redoblará nuestro cantar: ¡Aquí estamos!”‎
Anajnu po!: ¡Aquí estamos!‎
Hirsh Glik (1922-1944) escribió en idish este poema original en el Gueto de Vilna, al que ‎luego se le puso música y fue tomado como propio por los luchadores de Varsovia.‎
‎¡Aquí estamos! Poniendo sus pechos para afrontar la responsabilidad de defender, no a un ‎gueto, sino la dignidad de la humanidad.‎
Curiosamente, la oración con la cual se iniciaron todos los días las sesiones del Concilio ‎vaticano II, provenía de la España del siglo VI y se llamaba ¡Aquí estamos Señor!, en latín, ‎ADSUMUS DOMINE. Como saben, el Concilio Vaticano II es la bisagra que permitió cambiar ‎‎20 siglos de desencuentros entre católicos y judío.‎
Y aquí estamos hoy para homenajear a los luchadores de la dignidad, a aquellos que sin ‎armas, sin comida, sin entrenamiento militar enfrentaron la soberbia del ejército nazi y lo ‎mantuvieron a raya durante casi un mes, para su vergüenza.‎
Aquí estamos hoy para recordar los guetos y los campos de concentración, lugar final de ‎destino del pueblo judío en el marco de la barbarie nazi.‎
Aquí estamos hoy para una vez más, comprometernos a continuar un camino juntos, que nos ‎permita conocernos, desterrar la desconfianza y trabajar para construir una sociedad de ‎hermanos, de hombres y mujeres libres, una sociedad auténticamente democrática.‎
El 5 de febrero de 1938, quien es uno de mis maestros, Jacques Maritain, filósofo católico ‎francés, dictó una conferencia en el teatro de los Embajadores de París; el texto fue ‎posteriormente incluido en un libro suyo: El misterio de Israel. Desgraciadamente la de ‎Maritain era una de las pocas voces católicas que clamaba en el desierto pidiendo un cambio ‎de actitud en relación con el pueblo judío, por parte de un gran sector de la Iglesia católica.‎
‎“Que los cristianos sean antisemitas, es ciertamente posible –decía el filósofo–, pues el caso ‎se da muy frecuentemente. Pero esto sólo es posible obedeciendo al espíritu del mundo y no ‎al espíritu del cristianismo”. Y más adelante aclaraba que un documento del Santo Oficio del ‎‎25 de setiembre de 1928, había condenado expresamente al antisemitismo.‎
Un año antes de la guerra, Maritain seguía apostando a las reservas humanas de la cultura ‎germánica, pensando que no todo en Alemania era racismo y explicando que el mismo ‎avanzaba “Con el trabajo de los maestros y propagandistas” y así “la conciencia de la gente ‎humilde, de los niños, de los pobres, se envenena de odio y desprecio por los judíos; y lo peor ‎‎–concluía–, es el rebajamiento de la dignidad humana en los perseguidos”.‎
En ese discurso, Maritain analiza las condiciones de vida de los judíos en diversas naciones; ‎y además de Rusia, Alemania, Rumania y Polonia, que describe con minuciosidad, expresa ‎que el antisemitismo también se encontraba presente en Austria, Lituania, Yugoeslavia y … ‎Argentina. El nuestro es el único país no europeo mencionado por Maritain en esa nefasta ‎lista.‎
El poeta Charles Peguy, a quien Maritain citaba con frecuencia, expresó que “Los ‎antisemitas hablan de los judíos, pero los antisemitas no conocen nada a los judíos. Yo ‎conozco bien a este pueblo. No tiene en la piel un solo punto que no sea doloroso, donde no ‎haya un moretón antiguo, una antigua contusión, un dolor sordo, una cicatriz, una herida, ‎un magullamiento producido en Oriente o en Occidente”.‎
Y con el permiso del poeta, agregaría que un enorme número de esas heridas provienen del ‎pueblo cristiano que se olvidó que el fundador de su Iglesia era judío, hijo de madre judía y ‎que buscó a un grupo de doce judíos para que fueran sus primeros discípulos y predicaran ‎su mensaje.‎
Hoy, 27 de abril de 2014, la Iglesia católica declaró públicamente la santidad de dos de sus ‎miembros que han hecho mucho para que el encuentro entre católicos y judíos sea una ‎realidad. San Juan XXIII, el Papa Bueno, pocos días después de asumir el Pontificado, hizo ‎eliminar de la liturgia oficial, toda oración que pudiera tener algún contenido injurioso para ‎el pueblo judío. Y cuando unos meses más tarde convocó al Concilio Vaticano II, le encargó a ‎quien sería el responsable de llevar adelante sus directivas específicas para este encuentro, ‎el cardenal Agustín Bea, jesuita alemán experto en Sagradas Escrituras, que elaborara el ‎borrador de un documento donde se expresara claramente la postura contraria de la Iglesia ‎respecto del antisemitismo.‎
San Juan XXIII, como también lo expresó más adelante San Juan Pablo II, sabían ‎perfectamente que el nazismo no era un producto de la doctrina cristiana; pero también ‎sabían que había surgido en un país de inmensa mayoría cristiana –protestante y católica–; ‎de ahí que el Papa Juan quería que si en el futuro el antisemitismo volvía a surgir, no ‎pudiera aprovecharse de ninguna doctrina cristiana para justificar su demencia ideológica.‎
El Cardenal Bea, no sin enorme esfuerzo, supo cumplir con su cometido y el 28 de octubre de ‎‎1965, un mes y medio antes de la finalización del Concilio, más de dos años después de la ‎muerte de San Juan XXIII, la Declaración conciliar Nostra aetate fue aprobada por el 96% de ‎los votos de los más de 2.300 Padres Conciliares. Se abría sin dudas una nueva era al ‎proclamar que el pueblo judío de ninguna manera podía ser responsabilizado por la muerte ‎del Hijo de Dios.‎
No puedo dar marcha atrás en la historia. Sólo puedo reiterar hoy el pedido de perdón por lo ‎que los cristianos hicimos al Pueblo de la Alianza que nunca fue revocada, simplemente ‎porque no entendimos el mensaje de Jesús el Cristo. ‎
Lo que puedo hacer es reiterar el compromiso de seguir caminando junto a mis hermanos ‎mayores en la fe, como día a día nos está pidiendo nuestro Papa Francisco, aprendiendo de ‎ellos su sentido profundo de pertenencia a un pueblo, su rechazo a las idolatrías y su vida ‎puesta al servicio del Único Dios de nuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de ‎Jacob.‎
Y en ese compromiso, desarrollar acciones conjuntas para que la memoria no se pierda y ‎para que podamos construir una Patria de hermanos.‎