PRENSA

El antisemitismo lo llevamos dentro

La Federación Inglesa de Fútbol (FA) ha castigado a Nicolas Anelka por considerar que la quenelle, una ‎especie de saludo nazi invertido con el que el futbolista había celebrado un gol, es un signo de ‎antisemitismo. Los gestos antisemitas no pasan nunca desapercibidos, porque por ellos han pasado las ‎grandes catástrofes europeas.‎
El antisemitismo es un asunto mayor por lo que tiene de ofensivo para el pueblo el judío, que lo ha ‎experimentado como genocidio, y también porque el gesto antisemita pone al descubierto la catadura ‎moral del mundo en el que se inserta el sujeto antisemita. Su importancia tiene que ver con lo que ofende y ‎también con lo que revela.‎
Jean-Paul Sartre fue uno de los primeros en entender que para analizar la salud espiritual de Europa había ‎que centrarse en el antisemitismo porque lo que hace es proyectar en su enemigo la propia maldad e ‎intolerancia, sus miedos y frustraciones. Muchos judíos se sorprendieron cuando los nazis fueron a ‎buscarlos para llevarlos a algún campo de internamiento, porque estaban tan asimilados que habían ‎perdido conciencia de ser judíos. Solo lo eran para los nazis.‎
En eso Sartre tenía razón, pero no en que el judío era mera creación de sus enemigos, como si el judaísmo ‎no tuviera entidad propia. Hitler fue mucho más perspicaz. Siempre tuvo claro que el peligro del judío ‎venía de su capacidad de contaminación. Como raza inferior podía contaminar la pureza aria, y por eso ‎había que aislarlo y, al final, exterminarlo. Peor, sin embargo, era su contaminación espiritual. El judaísmo ‎había inundado la conciencia mundial con conceptos tan degenerados como «conciencia, «culpa», «no ‎matarás», «responsabilidad» o «amor al extranjero», algo que había que borrar del mapa si el hitlerismo ‎quería imponer un nuevo tipo de hombre. Es significativo que en las primeras ediciones de Mein Kampf ‎estas expresiones aparecieran así, entre comillas o corchetes, porque eran sospechosas y había que ‎vigilarlas. Por algo decía Kafka que «quien golpea a un judío derriba al hombre».‎
Boris Pasternak, el Nobel ruso de origen judío, nos pone en la pista de lo más sustantivo del judaísmo. ‎Dice que este existe para que entendamos «lo que significa el exilio, el éxodo y la extranjería como formas ‎justas de existencias». Lo propio del judaísmo está vinculado a la partícula ex (exilio, éxodo, extranjero), ‎en clara reivindicación de la cultura de la diáspora y el nomadismo.‎
Y eso ha sido lo que la cultura occidental, empezando por el cristianismo, no podía tolerar, porque ‎entendía que tras esa apología de que lo mejor de uno estaba fuera de él había una crítica a la identidad ‎personal y colectiva, al yo y a conceptos como la patria, el Estado o la nación. El resultado ha sido esa ‎historia a la que se refería el escritor Heinrich Heine cuando le preguntaban por su judaísmo: «Es algo que ‎no desearía a mi peor enemigo. Injurias y vergüenza es lo que acarrea. No es una religión, es una ‎desgracia».‎
Lo que el antisemitismo revela, en primer lugar, es el rechazo del otro propio de sociedades, como la ‎nuestra, que no han perdido el pelo de la dehesa. También pone de manifiesto el malestar que genera lo ‎que viene de fuera o de lejos, porque nos asusta lo desconocido. Y finalmente, la querencia a traducir la ‎debilidad del otro en sometimiento o muerte.‎
Hitler tenía razón. El judaísmo es el causante de una serie de exigencias antropológicas que contradicen el ‎abecé de cualquier proyecto de dominación: la autoridad del otro se opone al instinto letal de anularle o ‎aniquilarle; el éxodo se opone a las ideologías identitarias que valoran más el terruño que la tierra ‎prometida; el exilio denuncia el mal negocio que supone contentarse con lo que nos es propio o con lo que ‎podemos asimilar al precio de desechar lo que ofrece el exterior.‎
Para acabar con el antisemitismo habría que salvar al judío que llevamos dentro, asunto nada fácil ya que ‎no hay poder que se precie que no se empeñe en impedirlo. Lo paradójico es que esas fuerzas de ‎dominación encuentran complicidades en lo que hay en cada cual de antijudío: apego al yo, a la rutina y a ‎lo de siempre; así como ese miedo a lo nuevo y a lo diferente. Los que buscan el poder se alimentan de los ‎sentimientos más instintivos de los dominados.‎
Que Anelka, ciudadano francés de origen africano, se preste al antisemitismo es todavía más llamativo, ‎pues el antisemitismo nunca le perdonará el color de su piel. Que no piense que las críticas al Estado de ‎Israel le ahorrarán la condena, porque el problema del antisemitismo no está en el judío sino en nosotros ‎mismos.‎