PRENSA

‎¡Cuán extremadamente absurdo!‎

Despejemos la intriga de inmediato, ya que aquí el suspenso no hace falta: lo conocí el miércoles ‎pasado en Roma. No a Francisco, por supuesto, sino a Paulo IV. Y me lo presentaron -casualmente- ‎en el subsuelo de la sinagoga mayor de la ciudad, a unas 20 cuadras del Vaticano, adonde residiera ‎en el siglo XVI, más precisamente entre 1555 y 1559, durante los cuatro años que duró su papado.‎
No me cayó nada bien, por cierto, ya que una de las piezas más horrendas del Museo Ebraico di ‎Roma es la copia del original de la bula que firmara a tan sólo dos meses de asumir, en julio de 1555, ‎y que lleva por título (como toda bula papal) sus primeras tres palabras latinas, en este caso Cum ‎nimis absurdum , cuya traducción sería «Cuán extremadamente absurdo».‎
‎¿Y qué era lo «extremadamente absurdo»? Pues que los judíos vivieran entremezclados con los ‎cristianos. Esta introducción no era más que el prólogo de la decisión papal que confinó a todos los ‎judíos romanos a un gueto, del que podían salir sólo a determinados horarios del día con «un único ‎paso de acceso y salida». Y por si fuera poco, «que todas sus sinagogas, al margen de una sola, sean ‎completamente demolidas y arrasadas, y los bienes inmuebles que actualmente poseen sean ‎vendidos a los cristianos en el plazo que les fijen los magistrados».‎
No creo que valga la pena citar otros párrafos en los que se los obligaba a portar un gorro especial ‎de color amarillo, o se les prohibía practicar ciertas profesiones o tareas, y otras barbaridades por el ‎estilo. Pero el punto séptimo es absolutamente fantástico. Textual, dice así: «Que en modo alguno ‎‎[los judíos] se atrevan a jugar o a comer o a mantener familiaridad con los cristianos».‎
En fin, el gueto romano que alegremente inaugurara Paulo IV en 1555 recién se abolió en 1870, y ‎sólo se reinstaló fugazmente en 1943 durante la ocupación nazi.‎
‎¿Y a qué viene toda esta historia? Pues a lo que sucedió unas horas después de esta fallida ‎presentación, a unas 20 cuadras al noroeste, precisamente el jueves 16 de enero en la Residencia ‎Santa Marta, adonde vive el papa Francisco.‎
Fui invitado a almorzar con el Sumo Pontífice como parte de la comitiva judeo-argentina que tuvo su ‎primer encuentro oficial con el Papa, organizado por el Congreso Judío Latinoamericano.‎
El almuerzo, riquísimo y kasher (es decir de acuerdo al rito judío) fue una muestra de afecto y ‎amistad recíproca que se extendió por más de dos cálidas horas, en las que no faltaron los temas ‎serios y profundos, entremezclados con anécdotas e incluso chistes con temática religiosa, por ‎supuesto.‎
Mientras almorzábamos en una pequeña mesa redonda con un Francisco pleno y cercanísimo, ‎compartiendo tan a gusto el pan, el vino y las delicias de la típica cocina judeo-romana, propuse que ‎cantáramos en hebreo el Salmo 133, que dice «qué bueno y agradable es que los hermanos se ‎sienten juntos en unidad» (» Hine ma tov uma naim «). Entonces me puse a pensar en Paulo IV, en el ‎gueto, y más específicamente en el séptimo apartado de su bula, el que advertía a los judíos que en ‎modo alguno osaran jugar, comer o vincularse con los cristianos.‎
No lo hice con un espíritu de revancha. Fue sencillamente un momento revelador, porque me di ‎cuenta de que lo que mejor expresaba mi sensación se podía resumir exactamente en tres palabras ‎latinas: » Cum nimis absurdum «, ¡cuán extremadamente absurdo!‎