Evidenciando un lamentable desprecio por el abierto e inmediato rechazo que suscitó entre los argentinos en general y en la comunidad judía en particular el llamado «memorándum de entendimiento» con Irán sobre el atentado terrorista que sufrió la AMIA en 1994, el oficialismo hizo prevalecer su mayoría en ambas cámaras del Congreso para imponer su propio criterio y hacer aprobar el perverso acuerdo, suscripto entre gallos y medianoche, luego de una larga negociación, que se mantuvo en secreto.
No es, sin embargo, una conducta demasiado sorprendente. Es, desgraciadamente, una muestra más de una práctica perversa, que se ha vuelto habitual, propia de un gobierno autoritario. Pese a la posición adversa de prácticamente todo el arco opositor, nuestra Presidenta no hizo alto ni concesión alguna. Tampoco se detuvo a escuchar ni intentó dialogar. Atropelló. Como decía Juan Bautista Alberdi, olvidó que «el pueblo no es una clase, un gremio, un círculo: es todas las clases, todos los círculos, todos los roles».
Y entre todo lo lamentable, un dato no menos vergonzoso: se obligó a dos diputados del oficialismo que habían pedido licencia y asumido funciones ejecutivas en los gobiernos de Tucumán y Chubut a renunciar a esos cargos para reintegrarse, de manera ilegal, a la Cámara baja.
La actuación del cada vez más cuestionado canciller Héctor Timerman ha resultado realmente triste y deplorable en todo sentido. Como, quizás, era de esperar. Porque, pese a que obviamente sigue instrucciones muy precisas de Cristina Fernández de Kirchner, Timerman ha cometido ya toda suerte de dislates y ha sido, en este caso en particular, uno de los artífices principales de un acuerdo claramente perjudicial para nuestro país.
Se trata de un acuerdo que viola la Constitución de la Nación. Porque consuma la usurpación de funciones judiciales en una causa pendiente, lo que está específicamente prohibido por su artículo 109. Se hizo, en este caso, con la complicidad sumisa de los legisladores oficialistas, lo que ciertamente no cura la clara violación constitucional apuntada.
La investigación judicial en curso en la causa de la AMIA, cabe ahora suponer, no concluirá nunca. La justicia y la verdad quedarán de costado, para siempre. Lo que es gravísimo e imperdonable.
Se le ha servido al régimen iraní, además, la posibilidad de que la Argentina termine perdiendo la principal herramienta de presión que tenía para indagar a los acusados: las alertas rojas de Interpol que alcanzan a cinco iraníes imputados, entre ellos, su ministro de Defensa.
Nuestro país se ha inclinado visiblemente frente a la presión iraní, ratificando un acuerdo que le es abiertamente desfavorable y que -como ya hemos dicho desde esta columna editorial- debería avergonzarnos profundamente. Lo hizo cambiando inequívocamente de rumbo en el capítulo de las relaciones internacionales y de la política exterior, acercándose y otorgándole credibilidad a un país como Irán, que tiene al gobierno chavista como aliado estratégico en nuestra región. Por esto cabe presumir que la Argentina, mal que nos pese, sostendrá en adelante al régimen de los Al-Assad, en Siria, pese a sus monstruosas violaciones de los derechos humanos y libertades del pueblo sirio, agredido por su propio gobierno.
El memorándum de entendimiento con Irán es un artero golpe bajo para todos los argentinos. Porque menoscabar y afectar severamente la imagen de nuestra Justicia, designando una Comisión de la Verdad que habrá de pronunciarse en Teherán sobre su actuación y pericia es, de cara al mundo entero, aceptar una vejación injustificable. Porque, además, ceder la suerte de la investigación en curso a las leyes y a la justicia iraní es un error serio e imperdonable. Y, finalmente, porque poner caprichosamente en riesgo la investigación que llevaban adelante nuestros fiscales y jueces es de una temeridad injustificable.
Lo cierto es que el acuerdo suscripto con Irán, y que desdichadamente pasará a estar por encima de las leyes, a menos que, como correspondería, sea declarado inconstitucional por nuestra Corte Suprema de Justicia, ha sido ratificado en la madrugada de ayer por el Congreso, en una sesión donde los insultos y las acostumbradas descortesías del oficialismo reemplazaron una vez más a la seriedad y a la civilidad que la circunstancia exigía.
De este modo, nuestro país, que desde el comienzo de la gestión de los Kirchner ha integrado constantemente la ya ingrata lista de naciones irrelevantes, ha pasado ahora a pertenecer a una categoría bien distinta. La de las naciones a observar cuidadosamente por su notoria cercanía con uno de los países más peligrosos de este mundo, como es ciertamente Irán. Un país ampliamente conocido por exportar constantemente terrorismo y proliferar sin descanso en materia de armas de destrucción masiva. Estas aberrantes prácticas no reconocen límites, ni descanso.
El giro de 180 grados de nuestra política externa, apostando erróneamente a un presunto proceso de inevitable desintegración que pretendidamente afectaría a Occidente, está obviamente equivocado. Nos aleja de nuestras mejores tradiciones. Afecta asimismo a nuestros valores y altera nuestra posición en un mundo que, tras el acuerdo con Irán, nos contemplará con justificada desconfianza, entre perplejo, preocupado y atónito.
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