PRENSA

La belleza que dejó un sobreviviente. Por Fernando Toledo

La herida que el Holocausto asestó a la historia humana fue tan profunda, que el filósofo alemán Theodor Adorno creyó una vez que no había manera de recuperarse de ella, que los pueblos (sobre todo el judío) quedarían amputados para siempre, incapacitados para extraer belleza de una fuente que se había secado. Por eso creyó que después de Auschwitz se había vuelto imposible escribir poesía. Pero, por estas fechas, hace siete décadas, un promisorio intelectual y escritor judío nacido en Rumania fue apresado y llevado a un campo de concentración. Su nombre era Paul Atschel (nacido en 1920), aunque firmaba como Paul Celan, y no hacía mucho había aceptado su destino de poeta. Celan había conseguido esconderse un poco antes en una fábrica para evitar que lo atraparan los nazis, que ocuparon la ciudad de Czernowitz, donde vivía. Él había escapado, pero no sus padres. Poco después, cuando ya le habían dado caza, se enteró de que ellos habían muerto en el campo de concentración: su padre, víctima de tifus; su madre, asesinada de un disparo en la nuca porque no servía para los trabajos forzados.