PRENSA

Todos somos gitanos rumanos. Por Alicia Dujovne Ortiz

Cuando el ministro Eric Besson inauguró hace unos meses una serie de encendidos debates sobre la nacionalidad, basados en la pregunta, asaz turbadora, «¿qué significa ser francés?», quizás haya tenido in mente la futura propuesta de su gobierno, agitada como un trapo rojo durante este verano para distraer la atención. Nada mejor que reemplazar un culebrón estival con otro, sacando a relucir la trilogía tristemente célebre, nacionalidad-inmigración-inseguridad, para hacer olvidar los chanchullos de la heredera de L´Oréal y del ministro Woerth, que salpican al propio Sarkozy. En su momento, como es lógico, la pregunta de Besson quedó sin respuesta, y sospecho que la posibilidad de encontrarla se aleja a pasos agigantados: en un mundo progresivamente argentinizado, vale decir, un mundo donde tener abuelos inmigrantes y provenir de los sitios más distintos del planeta se ha vuelto la norma, definir qué significa ser francés, inglés o alemán resulta un rompecabezas que sólo quienes utilizan el tema con objetivos políticos muy concretos tratan de armar. Dicho y hecho, el debate «de ideas» sobre lo nacional acaba de convertirse en un proyecto de ley encaminado a retirar la nacionalidad francesa a los delincuentes que la hayan obtenido por adopción en fecha más o menos reciente, y en una medida de fuerza que se está aplicando desde hace algunas semanas: desmantelar los campamentos gitanos y expulsar a sus habitantes hacia sus países de origen, Bulgaria o Rumania.