PRENSA

Horrorosa condena en Irán

Estremece que una mujer de 43 años, con dos hijos, pueda ser enterrada hasta el cuello y apedreada hasta la muerte por haber mantenido una «relación ilícita». Esa vaga definición, prevista en el Código Penal de Irán, vigente desde la revolución de 1979, refleja un vínculo fuera del matrimonio. Les cabe, en particular, a las mujeres.
Es la causa por la cual Sakineh Mohammadi Ashtiani recibió un castigo cruel y excesivo: 99 latigazos. Está en prisión desde 2006. En el juicio contra el presunto asesino de su marido, el tribunal concluyó que había estado con su supuesto amante en vida del difunto. La obligó a autoinculparse para sentenciarla otra vez.
Es imperioso que, en horas tan aciagas para una mujer que está sola frente a un régimen teocrático que convalida esta atroz interpretación del Corán, no vacile la comunidad internacional en condenarlo con sanciones que no sólo reflejen el rechazo de las Naciones Unidas al programa nuclear de Mahmoud Ahmadinejad. En ese complejo ajedrez, vidas como las de Ashtiani y otras siete mujeres y tres hombres pueden perderse como consecuencia de una represión estatal que debería ser ventilada y condenada con el rigor de aquello que nadie en su sano juicio debería permitir que se repita.
El mismo gobierno de Ahmadinejad debería ser objeto de un pormenorizado escrutinio desde el momento en que resultaron apaleados aquellos que denunciaron fraude. Su amañada reelección, bendecida por los ayatollahs, se vio apuntada por la promesa de reinstaurar medidas que se creían superadas, como la pena de muerte.
Por abolirla han luchado a brazo partido organizaciones cívicas de Irán que aspiran a tener una democracia plena en lugar de un régimen de fuerza, con aparentes poderes divinos, que no deja piedra sobre piedra cada vez que, en sus redadas represivas, acude a los servicios del Consejo de Guardianes.
Por la vida de Ashtiani claman más de 128.000 personas, entre las cuales están desde el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso y el escritor Salman Rushdie hasta el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, y la ex candidata presidencial colombiana Ingrid Betancourt, rehén de las FARC durante más de seis años, en una página de Internet creada para ese fin: freesakineh.org .
Es necesario que muchos más sumen su firma (el nombre y la dirección de correo electrónico, en realidad) a una causa tan noble como salvarle la vida a una mujer. De ser ejecutada, Ashtiani morirá lapidada, sin contemplaciones, frente a un pueblo que no puede hacer mucho más que denunciar estas atrocidades ante organizaciones de defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
En 58 países existe la pena de muerte. Este tipo de ejecución, propio de tiempos pretéritos, no sólo se aplica en Irán, sino también en Nigeria, Somalia e Indonesia.
Tiene un fin nefasto: prolongar el dolor. Si el pobre diablo logra escapar a la pedrada masiva, se le perdona la vida. Es tan difícil que eso ocurra como hacerles entender a los verdugos que el adulterio, cuyo castigo de esta forma inhumana fue censurado por Jesús con aquello de «quien esté libre de pecado que tire la primera piedra», no es un asunto del Corán, sino de las interpretaciones extremas de la sharia (ley islámica).
Esa ley prevé latigazos para los casados, separados, divorciados y hasta viudos que tengan relaciones extramatrimoniales, así como para los homosexuales y quienes consumen alcohol. También castiga el robo con la amputación de las manos, entre otras atrocidades.
Es un símbolo, desde 2001, la condena a muerte de la nigeriana Amina Lawal por haber quedado embarazada fuera del matrimonio. El repudio internacional, con más de 9,5 millones de firmas, permitió que fuera absuelta tres años después. Es de desear que lo mismo ocurra con Ashtiani y los otros condenados en Irán.