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Nota de interés 2: El partisano que tuvo que matar para dar vida

Tenía el pelo del color de la paja sucia y los ojos casi sin vida, a pesar de sus cuatro años. Tenía las manos mugrientas y una lámina de tela rayada le cubría la piel del cuerpito helado. Pero cuando vio a ese hombre parado al borde del camión, esa niña triste sacó fuerzas de sus devastados brazos, se los puso al cuello y dejó que la bajara. Después huyó con sus padres a la montaña sin mirar atrás. Quién sabe si habrá sobrevivido ese esqueleto enfermo y sin nombre.Renato Zanchetta dice que en el camión del que bajó a la niña había 91 judíos hacinados y que la brigada que integraba los liberó a todos ese día injusto de 1943. Se seca una lágrima rebelde, Renato, cuando describe la mirada inconmensurable de i ebraichi (como llaman a los judíos) y vuelve sobre el tema que más lo angustia hasta el día de hoy: el fascismo.Porque Renato, cuyo nombre de guerra fue Ray, le entregó la vida a la causa partisana para liberar a su patria de nazis y fascistas, se fue a la montaña a eliminar alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, rescató a judíos, rusos e italianos, y protagonizó escenas surrealistas, crueles y paganas. El también se estremece. Dice que aún le dura el frío en los huesos de aquellos dos años lejos de su familia, en 1943, cuando partió casi de madrugada a Montello, en las alturas de Treviso, a hacer la guerra contra Hitler y Mussolini. Y mató sin culpas. Mató a los que mataban a patadas en la cabeza a sus amigos. Mató a los que exterminaban niños como si se tratara de un deporte. Mató porque estaba en guerra.
Tiene una voz linda y grave este partisano nacido en Treviso, región del Véneto, en el norte del Italia. Es amable, posee una memoria envidiable a sus 85 años, muestra cada recuerdo de aquellos días en la montaña y nos espera, en su casa de avenida General Paz al 12.000, con un discurso escrito que estremece el alma.
Renato, decíamos, mató. Y no se siente orgulloso por eso, más bien se trata de recuerdos que por momentos lo conmueven, como a quienes lo escuchamos. Es una cara linda la suya, tiene un andar torcido, un amor inconmensurable por Chéa, su mujer de toda la vida, partisana también, hermosa y que ofrece café con un poquito de grapa.
«Los aliados querían llegar primeros a Alemania para quedarse con el botín y recién a lo último nos tiraron armas para que nos defendiéramos. Antes, lo hacíamos con escopetas de caza, piedras, cualquier cosa. Lo que queríamos era cazar a esos nazis que andaban errantes por la montaña tratando de llegar a su país y a los fascistas italianos, esos… Qué gente, mamma mia, ch e figli di puttana…»
Traducción no hace falta. Sólo es necesario escuchar la historia y esperar un cafecito más de Chéa, a quien Renato llama «gorda» y con la que habla en un dialecto, «para que no se pierda, ¿vio?», como ella aclara.
«La cosa era así, Alessandra, mira: los aliados -explica Renato, con el acento dulce del norte de Italia y con la familiaridad cómplice del buen narrador- querían quedarse con un pedazo de Europa y nosotros, i partigiani, queríamos liberarnos de los fascistas. Eso, la liberación, nosotros pudimos lograrla el 25 de abril de 1945 y, te juro, Alessandra, que ese día murieron más personas que durante toda la guerra.»
Renato trepó a Montello en la primavera de 1943, con 18 años recién cumplidos, y no bajó hasta ese día, el 25 de abril. Y Montello no era cualquier lugar: desde las alturas se veía el río Piave, paso obligado de los alemanes para abastecer a sus tropas desde esa zona del norte.
«Entonces, nosotros queríamos molestarlos, hacerles el mayor daño posible, porque ellos eran el enemigo. Ellos y los compatriotas camisas negras. Y no te vayas a creer que todos en esa montaña éramos comunistas, no señor, yo era italiano antifascista, ¿entiende usted? El caso es que a mí me llamaron para hacer el servicio militar y yo me escapé, porque las fuerzas armadas ayudaban a Hitler y porque cuando todo se dio vuelta, los alemanes apresaban a los italianos y los llevaban a campos de trabajo.»
Y en Treviso quedó la familia Zanchetta: mamá, papá, los abuelos y tres hermanos, y su profesión: perito electrónico, oficio que luego le sirvió para salvarse de varias bombas.
«Era difícil cruzar el Piave para ir a la montaña y yo tenía un padrino que iba por los puentes custodiados por los alemanes a llevar roca. Nosotros les dábamos grapa y ellos, nafta, que era imposible de conseguir por ese entonces. Bueno, un día pasé, le di la botella, pero ya no volví, nena, me escapé.»
Casi un año después de ese episodio del puente por el que pasaban los alemanes, el joven Renato viviría sus horas más tremendas de incertidumbre desde la montaña en la que se ocultaba y temblaba de frío. Fue el día en que los alemanes bombardearon sin piedad la ciudad de Treviso y una bomba cayó al lado de su casa. El lo veía todo desde la altura, en la montaña. Veía el humo, gente corriendo, llamas. ¿Qué sentía?
Renato sentía rabia. Y estuvo así varios días hasta que las «chicas» -vecinas, amigas, partisanas igual que ellos, pero que se ocupaban de la «comunicación»- subieron al Montello para contar detalles del bombardeo e intercambiar chismes, sonrisas, queso, vino y pan. Una de esas chiquilinas era Chéa, que subía en su bicicleta cada vez que podía para llevarles algo de comer y noticias a esos muchachos que les iban a salvar la vida.
«No murió nadie de mi familia, por suerte, y ahí la conocí a ella -y la señala-. El padre, mi suegro, era tan antifascista que había combatido durante la Primera Guerra Mundial contra los alemanes y les había tirado gases.»
-¿Y qué recuerda de ese día de la liberación?
-Que nadie nos daba bola. No sabes el cassino que hacían los americanos. Todo era raro, la comida que tiraban, la gente que agarraba a los que habían colaborado y los castigaba, los soldados alemanes que se entregaban a cualquiera, pero pedían por favor que no los pasemos a manos inglesas. Las mujeres bailaban…
-Y usted también…
-Yo no bailo.
Un duro este partisano. Un héroe hecho y derecho. Y, como bien se sabe, los héroes no andan por la vida bailando y menos después de tanta miseria. Y tanto frío.
-Usted dice que al principio, cuando fueron a la montaña, no tenían armas. ¿Qué hacían entonces para combatir a los alemanes?
-Usar la imaginación.
Y cuenta Renato una historia increíble.
«Muy cerca de donde estábamos pasaba siempre una moto alemana con sidecar que, nosotros lo sabíamos, venía repleta de armas. El problema era que nosotros no teníamos cómo pararla y necesitábamos las municiones, el arsenal, con urgencia, porque nos atacaban y nosotros no teníamos con qué defendernos.»
Entonces a él y a Angelo, un amigo partisano, se les ocurrió una idea más cercana al coyote del correcaminos que a un combatiente: como los alemanes, para acortar camino, pasaban a través del campo, ellos serrucharon un árbol, lo mantuvieron en alto con unas sogas como si estuviera sano y cuando la moto se acercó lo tiraron.
» I tedeschi se sorprendieron -dice, muerto de risa- y pararon la moto. Entonces nosotros los detuvimos, los atamos a un árbol, les robamos las armas y, en el tanque de combustible de la moto, les pusimos vino y una leyenda que decía: Alla salu te.»
Zanchetta y doce amigos, entre los que se encontraba un ruso al que habían liberado de los nazis, se autodenominaron Brigada Giuseppe Mazzini, en honor al filósofo y político italiano que fue determinante en la formación de la Italia moderna, democrática y republicana.
Los muchachos de la Mazzini, que cada vez eran más en la montaña, discutían todas las acciones a llevar a cabo como si fueran una célula regular del ejército y debían soportar que algunos «viejos» -gente más grande en edad- y comunistas se autodefinieran como los líderes de la agrupación. «Era así. Habían llegado después de nosotros, por ahí ni habían visto las armas y daban órdenes», dice.
Y, después de varias reuniones, cónclaves y mítines, una de las conclusiones a la que llegaron los juramentados de la montaña es que había que hacerles creer a los alemanes que ellos, además de valientes, eran muchos. De modo que, por turnos, y ya armados con bazucas y otras armas que habían logrado robar, disparaban a la nada para hacer ruido. «Ellos creían que éramos miles, Sandra [es el diminutivo de Alessandra en italiano], porque tirábamos andanada tras andanada y, mira, surtió efecto, porque un día vimos a tres de ellos que venían hacia nosotros con la bandera blanca, para rendirse y sólo era una avanzada.»
Sí, los alemanes, más de 600, se rindieron a 40 partisanos hambrientos, muertos de frío y que se turnaban para tirar y hacer bulto. Y lo hicieron con una sola condición: que no los entregaran a los ingleses, preferían a los norteamericanos, a los rusos, a cualquiera, pero jamás a los británicos: les tenían terror.
Los «viejos» partisanos accedieron a la condición y se convino que la entrega se haría en la plaza central de Valdobiadene, un pueblo pequeño vecino a Treviso, pero en el centro de la contienda entre aliados y nazis.
«A mí me eligieron para parlamentar con los americanos. Así que fui al campamento y lo que más me llamó la atención fue la cantidad de comida que había. Me acuerdo de que fui con un amigo, que comió tanto que se enfermó. Bueno, los americanos aceptaron que se los diéramos a ellos y, a la mañana siguiente, llevamos a los alemanes en calzoncillos al centro de la plaza, atados con alambres para hacer el intercambio. Y mira, mientras hablaban y hablaban todos a los gritos, uno de esos nazis se desató y me pegó un tiro en la oreja. Ni te digo lo que le pasó a él.»
Se salvó esa vez. Como se había salvado casi un año antes, para el día de Pascuas, el 9 de abril de 1944, cuando algunos de los muchachos de la Mazzini perseguían un solo objetivo: bajar al pueblo y asistir a la misa. «No era buena idea», dice Renato/Ray, él había olido la desgracia ahí, en la montaña, pero no podía impedir que sus compañeros cumplieran con su fe.
«Se cortaron el pelo, se lavaron un poco, se vistieron bien, pero se notaba que no eran cristianos del pueblo. Entonces, llegaron cuatro alemanes y fueron directo a buscarlos, los cortaron a cuchillo, nena, y les rompieron la cabeza a zapatazos, se turnaban para pegarles. Claro que nosotros no sabíamos nada, pero cuando nos enteramos decidimos bajar a buscarlos.»
Ray dice que cerca de una hostería que había en el valle, luego de patrullar disimuladamente, encontraron el jeep de los alemanes.
-¿Cómo sabía que eran ellos?
-Porque tenían las botas llenas de sangre. Tomaban cerveza y se reían con las botas que goteaban sangre.
Los mataron ahí mismo. A los cuatro alemanes.
Días más tarde, todavía con la misma bronca, Ray avistó un camión huyendo y no dudó en disparar un bazucazo: adentro había prisioneros rusos encadenados, a los que liberaron. «Y era raro todo, porque los alemanes se querían ir rápido, se disfrazaban para pasar la frontera o tomaban rehenes, pero nosotros conocíamos como nadie esa montaña y siempre los agarrábamos», explica.
Por fin vino la liberación. La voz empezó a correr rápido por la montaña y la palabra libertad, acompañada de algunos alimentos, se hizo fuerte en las plazas antes vacías o llenas de cadáveres.
Entonces, los muchachos de la montaña enterraron las armas propias y las ajenas, bajaron al pueblo, bailaron, comieron mermelada y pan que les tiraban los americanos «como si fuéramos monos», festejaron y hasta se casaron.
-¿Por qué se fue de Italia?
-Porque los fascistas seguían libres, como ahora. Y por el hambre, la necesidad. ¿ Sai, Sandra, lo que pasamos nosotros? No tiene idea usted…
«Y el frío -acota Chéa-, un frío de muerte.» Así que fueron hasta Génova y, en vez de tomar el barco a la helada Canadá, donde vivía un padrino de Renato, se vinieron a la Argentina.
Hoy, Renato no recibe subsidios del gobierno italiano, jamás tira comida, despotrica contra los fascistas mínimamente 20 veces al día, no quiere volver a su patria y vive para su nieto, Juan Pablo.
Pero Ray, el partisano que lleva dentro de su alma y que camina erguido como si tuviera 20 años, no descansa nunca, porque su alma todavía está en Montello, donde ya no hace tanto frío.
RENATO ZANCHETTA
Partisano durante la Segunda Guerra Mundial
Quién es: tiene 85 años, vive en la ciudad de Buenos Aires. Fue partisano en las montañas de Treviso, Italia, durante la Segunda Guerra Mundial. Su nombre de guerra fue Ray.
Formó la Brigada Giuseppe Mazzini.
Qué hizo: liberó a un contingente de judíos destinados a campos de exterminio y a un camión con 91 rusos. No quiso emigrar a Canadá por el frío que hace en aquel país.
Qué hace: en la Argentina se dedicó a la electrónica, maneja las computadoras a la perfección y es aficionado a la fotografía. Está casado desde el 5 de mayo de 1948 con Chéa, tiene un hijo y un nieto. Desprecia a los fascistas y dice que nunca fue comunista.
Tiene una herida en la oreja del día en que 632 alemanes se rindieron ante la brigada.