PRENSA

Eichmann, o el pecado argentino

Si Eichmann no hubiese sido secuestrado por un comando del Mossad cuando se bajó del colectivo 203, en Bancalari, a las nueve de la noche del 11 de mayo de 1960, y si luego no hubiera sido llevado clandestinamente a Israel, y allí juzgado y condenado, muchas cosas no hubieran sido posibles, en el mundo y en la Argentina. Por ejemplo: sin ese acto que violó la legalidad argentina, no podría hoy juzgarse a Jorge Rafael Videla.
Más allá del anecdotario, y la mera divulgación de un hecho que puso al país en boca de todo el mundo, con tintes poco agradables, es esa la lección que, cincuenta años después, podemos extraer del episodio los argentinos. Es que ese juicio, sobre el cual Hanna Arendt escribió uno de los grandes ensayos del siglo XX (Eichmann en Jerusalén), reintrodujo el horror del Holocausto en la memoria del siglo, cuando los procesos de Nüremberg y sus revelaciones sobre la magnitud de los crímenes nazis se difuminaban en una memoria ya entonces debilitada por la aceleración del tiempo histórico.
Sin el secuestro de Eichmann no hubiera habido juicio de Jerusalén. Y fue ese juicio el que esculpió en la conciencia del mundo esta idea: hay crímenes que no pueden ser olvidados, que no prescriben nunca, porque vulneran la condición misma del ser humano. Siglos de persecuciones contra los judíos prepararon el diseño de un genocidio minucioso, imaginado y preanunciado palabra por palabra, hecho por hecho, en el libro que Adolf Hitler escribió en la cárcel, tras el golpe frustrado de Munich, en 1923: Mein Kampf. El Tercer Reich fue un estado policial presidido por Adolf Hitler y cuyo aparato policial estaba dirigido por Heinrich Himmler pero cuya implacable eficacia no hubiera sido posible sin el genio organizativo de Adolf Eichmann, «el asesino de escritorio». La magnitud del crimen cometido por el Tercer Reich no alcanzó a ser conjurada en los juicios de Nüremberg, en el primero de los cuales fueron condenados los principales jerarcas del Tercer Reich. Le siguieron, a lo largo de 1946, otros cientos de juicios, tras los cuales se ejecutó a 920 nazis culpables de atroces crímenes. Pero en 1960, la atención del mundo estaba anestesiada, primero por las imágenes espeluznantes de los campos, lo que jugaba en contra de su perduración, pues cualquier persona del mundo trataría de olvidarlas. Luego, vino la lenta digestión de la pesadilla nazi en el mundo, con sus secuelas de culpas y recriminaciones y las discusiones sobre qué hacer con la Alemania sobreviviente. Occidente, en 1960, estaba más interesado en la puja con la Unión Soviética que en perseguir a los criminales nazis dispersos en el mundo.
Quince años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, era imprescindible un aldabonazo. Eso fue el juicio de Eichmann.
Secuestro en Buenos Aires
Los hechos son muy conocidos. Adolf Eichmann, al producirse la capitulación del Tercer Reich, destruyó la documentación sobre los campos de exterminio que él había contribuido como nadie a poner en funcionamiento y, confundiéndose entre millones de alemanes que deambulaban por los caminos del país arrasado, se escondió en un pueblo del norte de Alemania, Eversen, donde pasó cinco años haciéndose pasar por el leñador Otto Henninger. En 1950, temiendo ser descubierto, embarcó en Génova rumbo a la Argentina. En nuestro país trabajó dos años en una compañía que realizaba tareas de relevamiento hidrográfico en Tucumán. En 1952, su esposa Verónica Liebl y los hijos de la pareja, Hans, Horst y Dieter, emigraron a la Argentina. Entre 1953 y 1960, los Eichmann-Klement residieron en la periferia de la ciudad de Buenos Aires, donde Adolf trabajó como empleado en talleres mecánicos o vendedor de jugos de fruta en la estación de Acassuso. En 1955 nació el cuarto hijo de los Eichmann: Ricardo Francisco (hoy respetado profesor de Antropología en la Universidad de Berlín).
Eichmann vivió como un hombre pobre. ¿Fue una estrategia deliberada para engañar a sus perseguidores? Efectivamente, que Eichmann sobreviviera en la periferia obrera de una gran ciudad de América latina parecía una locura, ya que, a pesar de que siempre cultivó un perfil bajo como dirigente del Reich, era al fin y al cabo una figura importantísima en la jerarquía nazi. La contradicción engañó a varios enviados especiales del Mossad (los servicios secretos de Israel), que entre 1957 y 1960 llegaron a Buenos Aires para confirmar las denuncias de algunos particulares según las cuales un tal Klement no era otro que Eichmann. Pero finalmente, la perseverancia del cazador de nazis Simon Wisenthal descifró el enigma. Los indicios que reunió Wisenthal convencieron a Ben Gurión, primer ministro de Israel y líder histórico del sionismo. Y el Mossad planeó y ejecutó el secuestro. Eichmann-Klement trabajaba en 1960 como electricista en la fábrica Mercedes Benz de González Catán. Fue secuestrado cuando bajaba del colectivo, en la ruta 202, a pocos metros de la casita que se había construido con sus propias manos en la calle Garibaldi, en el barrio de Bancalari. Cada día viajaba dos horas y media entre su casa y su trabajo, subiendo y bajando de varios colectivos, a la ida y a la vuelta. El comando del Mossad se lo llevó en un avión de El-Al que había traído a la delegación oficial de Israel a los festejos por el Sesquicenteneario de la Revolución de mayo. Eichmann, drogado, iba disfrazado como mecánico de la compañía aérea. El Estado de Israel sostuvo que fue un grupo de voluntarios judíos quienes habían secuestrado a Eichmann. Sólo hace pocos años, cuando ya todos los miembros del comando habían muerto, Israel reconoció oficialmente que el secuestro fue realizado por el Mossad.
El juicio de Eichmann conmovió al mundo. Cientos de antiguos prisioneros de los campos de exterminio acudieron a prestar testimonio desde todos los lugares del mundo, y sus declaraciones desnudaron el papel de Eichmann en el Holocausto y revivieron el diseño criminal. Eichmann fue defendido por el letrado de Ginebra Robert Servatius, elegido por Eichmann entre los muchos abogados que se ofrecieron. Los honorarios de Servatius los pagó Israel. Eichmann fue condenado a morir en la horca. Fue la única vez que Israel ejecutó a alguien, ya que la constitución del estado nacido de la partición de Palestina por la Asamblea General de la ONU en 1947 prohíbe la pena de muerte. Lo ahorcaron el 1º de junio de 1962.
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El secuestro de Eichmann violó la legalidad de la República Argentina, no una sino muchas veces. Israel introdujo personas con identidades falsas, privó de libertad a un hombre que tenía documentos argentinos, lo mantuvo en cautiverio diez días, sacó clandestinamente del país a un ciudadano. ¿Por qué fue necesario un delito para juzgar otro delito? Sencillamente porque la Argentina no hubiera concedido la extradición de Adolf Eichmann si Israel la hubiera pedido por la vía legal. Y si por ventura al Estado de Israel se le hubiera ocurrido pedir la extradición de Eichmann, ello no hubiera tenido efecto alguno, porque la tramitación de semejante exhorto hubiera auspiciado la fuga. Alemania quiso extraditar a Joseph Mengele, médico de Auschwitz y culpable de crueles experimentos genéticos con los prisioneros, y sólo consiguió que Mengele huyera a Paraguay y luego a Brasil. El antecedente directo del secuestro de Eichmann por agentes del Mossad aquel 11 de mayo de 1960 fue el dictamen del Procurador de la República que devolvió a la Cancillería un exhorto enviado por la fiscalía de Friburgo (Alemania). El párrafo fundamental de ese dictamen -que reproduje en mi libro Eichmann en Argentina (2007)- dice: «Señor Ministro: Por no existir tratado con la República Federal de Alemania a efectos de la extradición de delincuentes, las rogativas que en tal sentido se emitan deben ser tramitadas por vía diplomática de conformidad con los artículos 648 y 652 del Código de Procedimientos Criminal. En el presente caso, en el que se requiere la detención de Joseph (José) Mengele, observo que se ha omitido acompañar los siguientes recaudos: 1) copia del auto que decreta la solicitud de extradición; 2) copia de las disposiciones legales aplicables a los hechos acusados, vigentes a la época de la comisión de éstos; 3) copia de las disposiciones legales relativas a la prescripción de la acción penal. Procedería pues hacerlo así presente a la Embajada solicitante, a fin de que se satisfagan los mencionados requisitos legales, hecho lo cual podría dar curso a la presente rogatoria. Firmado: Ramón Lescano, Procurador General de la Nación».
Traducida esta jerga abogadil a lenguaje corriente, significaba lo siguiente: en principio, a la justicia argentina no le constaba qué tipo de delito se imputaba a Mengele y qué norma se pretendía aplicar a posibles delitos cometidos antes del 30 de abril de 1945, fecha en la que cayó el Tercer Reich. La eventual extradición de un jerarca nazi estaba pues sujeta a una discusión previa en la justicia argentina en relación al principio de que nadie puede ser juzgado por una norma posterior al delito juzgado. Pero abrir una discusión de ese tipo hubiera significado que el acusado huyera. Eso pasó con Mengele, ese médico que hacía experimentos genéticos con los prisioneros de Auschwitz. Mengele no se quedó a esperar que se dilucidara el intríngulis legal. Huyó a Paraguay y luego a Brasil, donde murió en la cama? Es una manera de decir, pues en realidad murió ahogado, el 7 de febrero de 1979, mientras disfrutaba de un baño de mar en el balneario de Bertiaga, a cien kilómetros de San Pablo, como un turista cualquiera. El dictamen del Procurador de la República, que bloqueaba en la práctica la extradición de Mengele, permitió que el médico asesino escapara a la justicia humana. Si Israel hubiera intentado la vía legal, ¿acaso Eichmann no hubiera escapado?… Era un hombre que durante los cinco años que pasó escondido en el norte de Alemania, y durante los diez años en los que vivió en la Argentina, bajo la identidad falsa de Klement, jamás dejó de estar atento a su alrededor, como si esperara el zarpazo, que finalmente se produjo.
No deja de ser una paradoja que le haya tocado a Arturo Frondizi lidiar con el secuestro de Eichmann. Si había un político argentino que podía ostentar una actitud clara de confrontación con el antisemitismo era Fronidizi, quien había participado en la lucha pública contra las persecuciones a los judíos desde el comienzo mismo del Tercer Reich. Por otra parte, Ben Gurión conocía a Frondizi y lo estimaba. Ben Gurión fue amigo del filósofo argentino León Dujovne y uno de los libros que más le habían impresionado era el extraordinario estudio en cuatro volúmenes que Dujovne escribió sobre Spinoza. Con el autor de ese libro de dos mil páginas había conversado mucho Ben Gurión, y seguramente habrían hablado de Frondizi. Sin embargo, Ben Gurión y su ministra Golda Meir, quien como integrante del primer gabinete del Estado de Israel había visitado Buenos Aires en 1949 y se había entrevistado con Eva Perón, no dudaron en avalar el secuestro de Eichmann. Arturo Frondizi protestó vivamente en nombre de la soberanía argentina, la Argentina rompió relaciones con el Estado de Israel -relaciones que había entablado Juan Domingo Perón, convirtiendo a la Argentina en el primer país latinoamericano que abrió embajada en Tel Aviv. Pero poco tiempo después, Frondizi restableció el vínculo con el Estado judío.
País sin memoria
En el mismo barco en el que llegó Eichmann a Buenos Aires con un pasaporte expedido por la Cruz Roja a nombre del «Signore Riccardo Klement», y acompañado de Herbert Kuhlmann, ex capitán de las SS, llegaban también judíos europeos que recién entonces podían dejar Europa. Es que en 1960 no era aún fácil llegar a Israel y, además, habían sufrido mucho ¿Por qué no reconstruir sus vidas en un país de paz? Y lo pudieron hacer. La Argentina, un país sin memoria donde el pasado significaba poco, era como un inmenso colador. Todos -justos y pecadores-, con algo de suerte, algo de constancia o algo de soborno, podían venir a estas tierras y aquí empezar de nuevo. Gloria y miseria de este país. La Argentina quiso recibir a científicos alemanes, para que ayudaran al desarrollo nacional. Lo mismo hicieron muchos otros países, como Estados Unidos e Inglaterra. Pero a la Argentina se le colaron criminales de guerra. Uno de ellos fue Eichmann. Y eso le costó a la Argentina muchos dolores de cabeza. Quizás al pasar el tiempo se debilite el interés de las nuevas generaciones por el nazismo como fenómeno histórico central en el siglo XX. Pero es posible que los libros de Hanna Arendt sigan leyéndose durante siglos, así como hoy se lee a Pascal y a Montaigne. Eichmann en Jerusalén se subtitula Un informe sobre la banalidad del mal, y esa idea -el mal no necesariamente se encarna en delirantes megalómanos como Hitler, sino que a veces se presenta con la apariencia de un burócrata gris como Adolf Eichmann- tiene y tendrá una estremecedora vigencia. Los lectores de Arendt, entonces, toparán siempre con la terrible escena narrada en ese libro, aquella en la que Eichmann sube al patíbulo y se despide del mundo con el nombre de nuestro país en su boca. Este es el fruto amargo de la Argentina distraída y muelle, donde todo es posible si alguien tiene «un amigo arriba». Si, como algunos insisten en acusar, Perón sabía de la existencia de criminales nazis en la Argentina, o peor aún, si él en persona autorizó la llegada e impunidad de estos asesinos, ¿por qué los gobiernos de la dictadura que lo reemplazó en 1955 no perturbaron la presencia de semejantes huéspedes? La laxitud moral y el oportunismo barato que permite que en el seno del Estado argentino haya siempre recovecos negros justificables con alguna excusa son el pecado argentino. En este caso, un pecado llamado Eichmann. Que los argentinos pagamos caro.