PRENSA

Perdimos a mi hermano en la Segunda Guerra: aún lo busco

Por qué uno buscaría a alguien que no conoció? Yo vengo buscando desde siempre a mi hermanito Zenus ‎perdido en Polonia durante la ocupación nazi. Su foto era el tesoro más grande que había en mi casa. Este ‎niñito rubio comparte conmigo el ADN familiar. Pero no lo sabe. ¿Habrá sobrevivido?‎
‎¿También él me buscará?‎
‎¿Qué le contaron cuando comenzaron sus preguntas? ¿Hizo preguntas? ¿Sabía que había nacido judío? ‎Cuando se veía circunciso, ¿cómo lo entendía y procesaba? Su ausencia ha llenado mi vida de preguntas. ‎
De chica eran: ¿Se parecerá a mí? ¿Le gustará cantar tanto como me gusta a mí? ¿Por qué lo ‎abandonaron? ¿No lo querían?‎
‎¿Se habrá portado mal? ¿Podrían mis padres dejarme a mí si no me porto bien?‎
Durante mi adolescencia lo veía en mis sueños y pesadillas. Era como un fantasma que siempre podía ‎aparecer. Cuando llegaba un barco polaco me iba al puerto a hablar con los marineros.‎
Miraba cada cara, los colores, el pelo, los ojos, buscando parecidos, familiaridades. Tal vez, quién te ‎dice, mirá si es alguno de ellos… y en mi trabajoso polaco les preguntaba de dónde eran, cómo se ‎llamaban sus padres, cuándo habían nacido, si tenían hermanos… O buscaba en cada nueva película ‎polaca a algún actor de la edad que tendría mi hermano para ver si se nos parecía.‎
Son otras las preguntas que me hago hoy.‎
‎¿Será posible tejer cercanía con alguien que no se conoce? ¿La sangre es suficiente?‎
La guerra es cruel. La II Guerra Mundial lo fue. La Shoá (el Holocausto que los judíos sufrimos bajo el ‎nazismo) nos enfrentó con decisiones que desafiaban la naturaleza humana. Los padres desarrollaron ‎una insólita creatividad para salvar a sus hijos. Cuando la única oportunidad era dejarlos con extraños ‎ejercitaron una nueva virtud: el desprendimiento. Mis padres creían que no sobrevivirían, pero estaban ‎decididos a que su hijo sí, por eso lo entregaron a una familia cristiana. ‎
Los polacos que protegían a judíos eran asesinados, cualquiera los podía denunciar y cobrar su ‎recompensa. No era fácil encontrar familias que se atrevieran. Un varoncito circuncidado que no era rubio- ‎ario, hacía la gesta casi imposible. Zenus fue aceptado a cambio de dinero, un dinero vital para esa familia ‎que, sin trabajo estable, pudiera proveerse de alimentos y tuviera carbón para caldear los ambientes en ‎el duro invierno. Si la salvación tuvo un precio, si intervino el dinero, tal vez “valga” menos para algunos. ‎Pero es preciso reconocer el valor de estos salvadores que se arriesgaron a tan dura represalia.‎
En mi adolescencia juzgaba duramente a mis padres; leía su desprendimiento como abandono, egoísmo, ‎incapacidad. Solo más tarde comprendí que fue altura moral y amor en su máxima expresión porque ‎renunciaban a la posesión por el bienestar del ser amado. ‎
Mis padres fueron los primeros sorprendidos al encontrarse vivos al final de la guerra. Solos, sin trabajo ni ‎recursos, sin vivienda ni elemento alguno, no llamaron “liberación” a ese momento. Aunque libres, la ‎libertad venía con confusión, amargura y desolación. Lo único que querían era encontrar a Zenus ‎entregado casi dos años antes.‎
Llegaron donde lo habían dejado y les dijeron: “Se enfermó y teníamos miedo de llamar al médico y ‎que descubriera que era judío. No pudimos hacer nada por él.” –¿Dónde está su cuerpo?, fue la pregunta ‎obligada. ‎
‎–Bueno, ustedes saben…, la guerra fue terrible, no sabemos donde está, lo enterramos por aquí, no nos ‎acordamos justo dónde… ¿Cómo no iban a recordar en qué sitio habían enterrado al niño que estaba a su ‎cuidado? Mis padres pensaron que no lo querían entregar. Lo buscaron durante meses en hospitales, ‎orfanatos, escuelas, seguían pistas tortuosas que los llevaban a casas de familia, en la misma ciudad, más ‎lejos, preguntaban. Lo buscaron pero nunca lo pudieron encontrar. ‎
Fui concebida en el transcurso de esos meses, cuando ya Zenus parecía estar perdido y comenzaron ‎desgarradoras discusiones entre mis padres acerca de si continuar o no con el embarazo. Papá no podía ‎superar el dolor; se acusaba de no haber podido cuidar a su hijo adecuadamente. “No quiero traer más ‎hijos a este mundo”, decía en un alarido contenido y furioso. Mamá quería continuar, volver a generar una ‎familia. Ganó mi mamá y yo nací. Resignados a la dura evidencia de haber perdido a su hijo, mis padres ‎debieron tomar otra difícil decisión. Al antisemitismo polaco ahora se sumaba el comunismo.‎
No eran tierras amigables.‎
La única razón para seguir allí era la esperanza de recuperar a Zenus, que ya habían perdido. Sabían que ‎emigrar era despedirse definitivamente de ello. ‎
Polonia bajo dominio soviético era dura. Papá siempre recordaba el día en que la policía secreta, la ‎NKVD, irrumpió en el departamento que les había sido otorgado después de la guerra y encontraron en ‎la biblioteca libros anticomunistas. Lo llevaron a la sede del servicio secreto, lo interrogaron. ‎‎¡Imagínense el terror de estar en sus manos sin saber qué estaba pasando con mi mamá embarazadísima! El ‎departamento había pertenecido supuestamente a un nacionalista polaco que dejó todos sus libros y mis ‎padres no se deben haber detenido a revisar uno por uno.‎
Papá había sido designado director de una fábrica, creo que de escobas, y era tanta la corrupción ‎reinante que alguien debió haberlo delatado. Esto fue el colmo. Había una bebita de meses, yo, que exigía ‎un sitio seguro para vivir. Y en lugar de seguir hundiendo sus pies en el lodazal de lo imposible, ‎decidieron seguir adelante y así llegamos a acá.‎
Años después, ya en la Argentina, nació mi hermanito Alberto. Era varón, había que decidir sobre su ‎circuncisión. Los gritos, l os llantos, el abatimiento, la tragedia cubrieron mi casa. “Somos judíos –‎decía mamá–, lo queramos o no y si no lo quisiéramos siempre alguien nos lo recordará, y él es nuestro ‎hijo, carne de nuestra carne, judío como nosotros, no podemos hacer como si no lo fuera”. ‎
Sus argumentos chocaban siempre con las mismas espinosas respuestas: “Nunca, jamás, no lo voy a ‎marcar, si Zenus no hubiera estado circuncidado estaría vivo, habrían llamado al médico y se habría ‎salvado. No quiero que mi hijo viva el terror y la humillación de que alguien alguna vez lo fuerce a ‎bajarse los pantalones”. La pérdida de Zenus era su horizonte final, el borde de la cordura, la frontera del ‎perdón, la palabra sepultada por una muerte sin tumba. Agotado, descorazonado, sin poder disfrutar el ‎nacimiento de su hijo varón, papá se hizo a un lado, empañados sus ojos con el desánimo y la culpa, y se ‎rindió. ¿De qué se acusaba tanto papá? ¿Qué no se perdonaba?‎
Cuando los nazis ocuparon Stryj, mis padres, que no habían sido arreados en la primera redada, debieron ‎buscar cómo salvarse.‎
Zenus tenía 2 años, era parlanchín, alegre y travieso, la idea de huir con él era casi imposible, serían ‎blanco fácil para la denuncia, la deportación y la muerte. La alternativa era esconderse. ¿Cómo, dónde, ‎por cuánto tiempo? Habían caído en un bache oscuro y sin fondo, en la negrura. Día tras día. Hora tras ‎hora. Sin saber cuándo terminaría.‎
‎¿Quién se arriesgaría a esconderlos?‎
Encontraron a una familia que aceptó hacerlo a cambio de dinero sabiendo que si eran denunciados los ‎matarían. Los escondidos debían estar en completo silencio. ¿Cómo asegurar que un chico de 2 años no ‎emitiera sonido alguno? Cualquier llanto, estornudo, quejido, los delataría y sería la muerte de todos, ‎incluso la suya. ‎
‎–Con el chiquito no, tienen que encontrar donde dejarlo.‎
Ese fue el gran dilema que debieron resolver. Como todo dilema ninguna solución es buena. Quedarse con ‎Zenus implicaba el riesgo de sentenciarlo a muerte y junto con la suya, la de todos. Dejarlo en manos ‎extrañas podía significar su salvación, pero, ¿cómo separarse de él?‎
Muchos padres tuvieron dilemas similares impuestos por el nazismo, disyuntivas crueles e inhumanas que ‎debían responder en pocos instantes. Cuando fui madre me pregunté qué habría hecho yo. Era una ‎pregunta retórica porque afortunadamente tuve el privilegio de que la vida no me enfrentara con ello. Mis ‎padres no tuvieron esa suerte. Se acusaban de haberlo abandonado y no se lo perdonaban.‎
Nada alivió su culpa, nunca olvidaron a Zenus, ese primer hijo perdido para ellos y que tal vez seguía ‎vivo en algún lugar de Polonia o, cuando cambiaron las fronteras, Ucrania.‎
‎¡Cómo me gustaría decirles hoy que cumplieron la promesa que le hacemos a un hijo cuando nace, que ‎haremos lo que sea por él! Y ellos lo hicieron: lo entregaron a otros para asegurar su vida. Pero el calor de ‎su piel, la ternura de su abrazo, la caricia de su mirada, verlo crecer, todo esto les había sido robado para ‎siempre. ‎
Estos sentimientos vivieron agazapados en los intersticios de los silencios familiares. La culpa de mis ‎padres, callada, mordida, torturante, enturbiaba su vida y teñía de gris el milagro de su supervivencia y ‎reconstrucción. ¿Hicimos bien?, se preguntaban de día y de noche. ¿Y si nos hubiéramos quedado con él?‎
Lo comencé a buscar a mis 50 años. Ya papá había muerto y mamá estaba grande. No le dije nada, no ‎podía encarar el tema con ella. Hacíamos como que todo estaba bien, como si hubiera habido una vez un ‎niño que tuvo la desgracia de ¿morir? Cosas que pasan.‎
Pero si no hay un cuerpo, no hay evidencia de muerte. Igual que con los desaparecidos de la dictadura ‎argentina, el muerto sin sepultura es un fantasma. No está pero está. O puede estar. O puede aparecer. ‎Uno no puede más que esperarlo.‎
Sigo buscando a mi hermano. Lo busqué por varios medios, sin suerte hasta hoy. No sé su nombre ni ‎donde vive, no tengo datos, sólo esta foto de un niño de 2 años que no alcanza para individualizar al ‎adulto de más de 70. Publicado en cuanta página web encontré, mi último intento fue enviar mi ADN al ‎Banco de Datos del DNA Shoah Project , con la esperanza de que si Zenus sobrevivió en la Polonia ‎católica profunda, tal vez al estar circuncidado, se pregunte quién es y empiece a buscar.‎
En Polonia hay mucho interés en estas historias. De hecho desde hace unos 15 o 20 años es común que ‎gente en su lecho de muerte confiese a algún hijo que en realidad no era hijo suyo o que lo averigüen ‎por una cuestión de parecidos físicos. En Polonia hay gente que no sabe claramente quiénes fueron sus ‎antepasados, pero la mayoría prefiere no preguntar. A pesar de que hay archivos y se emprenden ‎búsquedas, investigaciones. No me sirven a mi porque no tengo ningún dato para empezar a buscar: ‎nombre, fecha, lugar, nada.‎
Pero lo más curioso es que temo encontrarlo.‎
Si sobrevivió, su crianza, su historia, su cultura tendrá pocos puntos en contacto con la mía. Nuestra ‎hermandad no es la amasada en encuentros cotidianos, con los mismos padres y la misma historia, solo nos ‎une el ADN. Mis padres se preguntaban si habían hecho bien en dejarlo, yo me pregunto si hago bien en ‎buscarlo. Es uno de los ejes de mi vida. Aunque la esperanza de encontrarlo sea casi nula y encontrarlo ‎me enfrente con nuevas preguntas y oscuridades, no puedo dejar de hacerlo. ‎
Hay alguien por ahí a quien le robaron su historia y su identidad y yo poseo parte de la información. Es ‎raro que añore conocer a quien nunca vi y que es tan parte de mí. Pero aún sabiendo que, como dice el ‎tango, ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños… , el impulso es más fuerte, sigo ‎buscando y sigo esperando. Busco a mi hermano para que cierre la historia, para que esta hilacha que ‎quedó suelta se entreteja finalmente en el tramado familiar, para que esta presencia fantasmagórica y las ‎preguntas que me acosan, reciban su debido punto final.‎