PRENSA

Once, de enclave judío a espacio multicultural

Fue la zona adonde llegaron, en masa, los judíos que se establecieron ‎en una Buenos Aires cosmopolita. El fin del siglo XX lo encontró con ‎nuevas culturas: coreanos, peruanos, bolivianos. Historias de vida y ‎vecinos ilustres.‎
La madre de mi padre no se llamaba Rosa, ni su apellido era Aratuz, como creí ‎hasta que empecé a indagar sobre mi ascendencia. Mi abuela se llamaba, en ‎realidad, Rajel (Raquel), y el apellido de mi bisabuelo David, rabino, era Ratush, ‎aunque no estamos seguros de su grafía original.‎
Tenía seis hermanas y dos años cuando llegó, en 1907. El funcionario que las ‎anotó en el puerto –venían de una zona que creemos hoy es Bielorrusia– puso ‎nombres que sonaban a jardín: Lila, Rosa. Se establecieron en Corrientes y ‎Pasteur. Mi bisabuelo puso una librería y papelería. Allí estaba cerca del templo.‎
Según los estadígrafos U.O.‎
Schmelz y S. Della Pérgola, del Avraham Harman Institute de Jerusalén, desde el ‎siglo XIX y hasta 1959 inmigraron a la Argentina unos 303 mil judíos de distintas ‎partes de Europa y más allá. Muchos de ellos recalaron en Once. Estas cifras son ‎difíciles de precisar, pero sí establecen a la Argentina como uno de los países del ‎mundo que más los recibió.‎
En los mapas de Buenos Aires, Once es un barrio “no oficial”.‎
Es la denominación con la que se conoce a una zona de Balvanera, delimitada ‎entre Corrientes, Pueyrredón, Rivadavia y Pasteur, aunque estos límites también ‎son objetos de discusión. Su nombre proviene de la terminal de ferrocarril ‎tristemente célebre desde febrero de 2012, que a su vez viene del 11 de ‎septiembre de 1852, fecha en la que Buenos Aires se separó del resto de la ‎Argentina. La plaza, Miserere, debe su nombre a los corrales que fueron escenario ‎de las Invasiones Inglesas.‎
En los años 90 llegaron los latinoamericanos –especialmente peruanos y ‎bolivianos–, a los que les ganaron, diez años antes, los coreanos, que “llegaban ‎desde Corea del Sur con dólares frescos y capacidad económica como para ‎realquilar o comprar los locales de los vecinos en crisis”, dice Marcelo Birmajer, ‎escritor, guionista y uno de los vecinos más ilustres de un barrio –tiene su estudio ‎en la calle Valentín Gómez– al que defiende desde su trabajo (varias de sus ‎novelas transcurren en sus calles, y le dedicó un libro especial) y desde su pasión. ‎Los coreanos se dedicaron a lo textil y se establecieron entre Tucumán, Junín, ‎Pueyrredón y Sarmiento.‎
Hoy se movieron hacia la avenida Avellaneda, en Flores, pero dejaron su ‎impronta. Los bolivianos los siguieron. Los peruanos coparon más la zona ‎compartida con el Abasto (ver recuadro), pusieron sus restaurantes, trabajaron ‎especialmente la venta ambulante. La última década trajo –muy de a poco– a los ‎inmigrantes menos pensados: los africanos.‎
Según su propia autobiografía, Roberto Moldavsky empezó a hacer stand up antes ‎de que él mismo lo supiera: monologando en fiestas, entretiempos de partidos y ‎esperas en paradas de colectivo. Jorge Schussheim (ver columna) lo convocó ‎para la “primera peña judía latinoamericana”, Peña Shmeña, en su restaurante ‎Mamá Europa. Dice que, cuando actúa, sale de Once con su bolsito “y un ‎muestrario, por las dudas”. Durante el día, Moldavsky es comerciante.‎
Maneja un negocio familiar.‎
‎“Yo soy mitad ‘ruso’ (asquena zí) y mitad ‘turco’ (sefardí), y vendo camperas en ‎invierno y trajes de baño en verano. Me muevo en los dos perfiles”. Es un experto ‎al contar las nuevas fisonomías de un barrio vivo.‎
‎“De Corrientes para Rivadavia es un Once: cosas más baratas, populoso. La plaza ‎condiciona.‎
Hay que ser guapo para ir. Del otro lado (Rivadavia, Pueyrredón, Córdoba y ‎Pasteur) es más concheto. Más ‘Once Hollywood’. Allá, de aquel lado, en su ‎mayoría son ‘turcos’ y es uno de los lugares más caros de Buenos Aires para ‎comprar un local”, asegura.‎
‎“Vos vas un sábado a la mañana y está lleno de gente que se mueve, el tren y las ‎terminales de colectivos hacen que haya gente que se nuclea. Del otro lado, los ‎sábados no abren. No estamos aggiornados, el más tradicional no abre y los de ‎otras colectividades sí abren.‎
De todas maneras, en Once Hollywood hay ropa linda, cara; del otro está más ‎rejuntado.‎
Ahí se nota más la penetración de las otras nacionalidades”, dice. “Si se vende, la ‎convivencia es genial. La mezcla de sangres enriquece”.‎
La vida en Once es eminentemente diurna: arranca a las 9 de la mañana y ‎termina a las 3 de la tarde. Al mediodía hay que vender, negociar, moverse.‎
‎“Siempre es un quilombo de tránsito. Y eso es muy bueno, porque tiene que haber ‎movimiento, ebullición; si no, no sirve”. Los ortodoxos “son un universo aparte. ‎Venden telas, tienen línea directa con ‘arriba’.‎
Tienen los restaurantes kosher, sus negocios, el templo.‎
Están acá desde hace más de un siglo”.‎
Marcelo Birmajer y el cineasta Daniel Burman se conocieron en la esquina de ‎Lavalle y Junín en 1975, cuando el primero tenía 8 años y el segundo, 2. Un par ‎de décadas más tarde, Burman llamó a Birmajer para incluir uno de sus poemas ‎sobre el barrio en un documental, Siete días en el Once. Con el cambio de siglo ‎llegó la primera colaboración entre ambos: el guión de la película El abrazo ‎partido, que consagró al director y reveló en Daniel Hendler –un judío rioplatense– ‎a un alter ego que remitía bastante a la vida de Burman en ese barrio.‎
Tres películas de Burman –Esperando al Mesías (2000), El abrazo partido (2004) y ‎Derecho de familia (2006) – se convirtieron en objeto de estudio: en la ‎Universidad de Illinois se publicó un paper titulado Identidad masculina y judía en ‎la trilogía de Daniel Burman.‎
Esas imágenes quedaron indisolublemente ligadas a un barrio que mantiene ese ‎espíritu de crisol de razas.‎
Víctor Garelik trabaja en Pasteur 633, dirección que simboliza una de las tragedias ‎más resonantes de los últimos años. Es director ejecutivo de la DAIA (Delegación ‎de Asociaciones Israelitas Argentinas) y su vida está signada por ese edificio.‎
Reúne a más de 150 instituciones: templos, escuelas, partidos políticos, clubes. ‎Tras el atentado, la sede fue trasladada temporariamente a la calle Ayacucho. ‎Hoy, el edificio con la fachada que recuerda a sus muertos ocupa en Once “un ‎espacio importante: es uno de sus íconos. Para los no judíos representa lo ‎negativo, por la bomba, y lo positivo, por las actividades que desarrolla.‎
Sí, podría funcionar en otro barrio, pero nos gusta estar acá”, asegura.‎
La infancia y la adolescencia de Alberto Brusilovsky transcurrieron en Junín 412, ‎donde sus abuelos habían abierto la fiambrería que funcionó hasta 1968. En Nueva ‎York –o alguno de los Palermos– se hubiera llamado deli.‎
‎“Mi abuelo llegó en 1912 de la zona de Odessa. A Junín 412 llegaban los rusos ‎directamente del barco, para que los derivara al Hotel de Inmigrantes.‎
En cierta medida hacía algo de tarea social”, asegura. Hoy, a los 62, Brusilovsky ‎es abogado y dirigente de Hebraica. “Mi abuelo se había casado con una ‎Pavlovsky, muchos de los cuales se volvieron ilustres, como Eduardo.‎
Todos venían al negocio.‎
Tato Bores cuando era chico, sus hijos luego. Eramos famosos”.‎
Para la cena de los viernes, y en las fechas importantes –Pésaj, Rosh Hashaná–, ‎el trabajo se multiplicaba por mil.‎
‎“Trabajábamos toda la noche para despachar al interior. En la esquina de ‎Corrientes y Junín había un bar donde paraban muchos inmigrantes que venían de ‎la guerra. Muchos estaban muy mal, habían sido prisioneros de los campos. Mi ‎viejo salía a la calle desde el negocio y chiflaba. Eso significaba ir a entregar un ‎paquete y conseguir la propina. Por ejemplo, a lo de los Werthein, a dos cuadras.‎
El despacho de don Noé era espectacular. Papá siempre decía: ‘Yo vendo ‎arenque, Werthein no’”.‎
La f iambrer ía cer ró en 1968: “La culpa la tiene Perry Mason: me convertí en ‎abogado”.‎
Hoy, “ir por el barrio es muy movilizante. El cambio no es de ahora ni de los ‎últimos años. Muchos se fueron a Belgrano, a Barrio Norte”.‎
‎¿Y las nuevas colectividades? “Cada uno hace su cuento. Lo de (Daniel) Burman ‎era así en los 90; hoy ya volvió a cambiar”, dice.‎
Mi abuela Rosita nunca volvió a Rusia, y vivió en Once muy pocos años de su ‎infancia.‎
Después se casó con un goy. Mi padre nació en Palermo, y allí vivo ahora yo. ‎Pero, a pesar de nuestro apellido, parte de nuestra sangre corre muy cercana a la ‎de los ‘rusos’ de Once. Mezclados, como siempre ha sido allí.‎
Sentimiento Compartido
Con el 1 a 1 peso-dólar, Argentina era un imán irresistible para sus vecinos.‎
Los peruanos llegaron de a miles. Era la época en que las telas apenas se ‎percibían en las vidrieras de Paso o Tucumán (…). José empezó como ayudante ‎en un taller de confección de ropa y llegó a ser corredor.‎
Antes del taller, José vendió mercadería en Pasteur y Perón. La policía le robó dos ‎bolsas con mercadería; dos mayoristas no le pagaron lo que le prometieron; y ‎otro casi le clava un puñal. “Los judíos me contuvieron, pues”, dice refiriéndose a ‎la época en que comenzó a trabajar en el taller. “Me han invitado a sus casas, me ‎han hablado del exilio, me entendieron cuando les hablaba de que me sentía ‎discriminado, me han invitado a sus fiestas”.‎
‎— ¿Fue? —No, porque no me agradan los platos que preparan.‎
Por eso, para no faltarles el respeto siempre evité ir.‎
Algunos de sus amigos volvieron a Perú cuando el dólar resultó esquivo.‎
De El Once, un recorrido personal (Aguilar).‎
Abasto: ser o no ser parte, esa es la cuestión
Como tantos de los barrios no oficiales del mapa porteño, parte está en Balvanera ‎y parte en Almagro. Pero el Abasto –que recibió su bautismo con el mercado ‎central que albergaba, hoy devenido en centro comercial, y luego fue ‎inmortalizado en figuras míticas como la de Carlos Gardel– queda justo en esa ‎intersección donde los vecinos de siempre, la gran comunidad peruana que allí se ‎ha alojado en las últimas dos décadas y los judíos tradicionales de Once no se ‎ponen de acuerdo sobre su identidad.‎
‎“Los vecinos de toda la vida dicen que el Abasto no es el shopping ni Once.‎
Dicen que son dos zonas bastante diferenciadas por sus ritmos, sus públicos y sus ‎tiempos.‎
La gente ve el shopping como invasivo, como un ‘artefacto’ que irrumpió en el ‎territorio del barrio, y trató de desbaratar algunos de los espacios que tenían ‎conquistados”, dice el urbanista Guillermo Tella.‎
La llegada de familias de inmigrantes –paraguayos, bolivianos, peruanos– que ‎conviven con los judíos y los coreanos “le imprimió un nuevo significado, con una ‎fuerza muy rica”.‎
Sin embargo, las prácticas culturales y gastronómicas propias, que se multiplican ‎o subsisten, “no se mezclan”, admite.‎
Un barrio signado por las tragedias
Para un solo barrio parece mucho. Pero en un radio que no abarca más de cinco ‎kilómetros cuadrados, la tragedia golpeó al menos tres veces.‎
Una en 1994, la segunda diez años después, en 2004; y otra muy reciente: poco ‎menos de un año atrás. El ataque que voló la sede de la AMIA costó 85 vidas; el ‎incendio de la discoteca Cromañón, 194; y ahora, el choque del tren en el Andén ‎‎2 de la estación del ferrocarril Sarmiento dejó 52 muertos y más de 800 heridos.‎
Las vidas de las personas tocadas en estos hechos quedaron afectadas par a ‎siempre; las de la sociedad argentina, también. “El día de la bomba, la telefonista ‎no iba a venir porque tenía examen en la facultad. Como no estudió, vino.‎
Y hoy nuestra sala de reuniones lleva su nombre”, dice Víctor Garelik, de DAIA. ‎‎“La explosión cambió a Once en muchos aspectos. Directamente, el edificio ‎moderno, pujante, que quedó destruido.‎
Y en lo anímico, con miedo al futuro”, asegura.‎
En Cromañón, los condenados –Chabán, Fontanet– tienen penas en suspenso. Y, ‎esta semana, la causa del tren acaba de ser elevada a juicio oral. Parece poco ‎solaz para tanto dolor.‎