PRENSA

El secuestro de atletas israelíes que terminó en masacre y golpeó al mundo. Por Alejandro Marti*

Buena parte de los periodistas acreditados que vivíamos en la Villa Olímpica de Prensa madrugamos aquella mañana del 5 de septiembre de 1972. A las 8 estaba anunciada una conferencia de prensa del nadador estadounidense Mark Spitz, la gran figura de aquellos XX Juegos Olímpicos de Munich. Su presencia había generado expectativa, pero un rumor comenzó a extenderse entre los que aguardábamos que se abriera el Centro de Prensa: la versión indicaba que algo grave había ocurrido en la Villa Olímpica de los deportistas varones (entonces se estilaba separarlos de las mujeres, alojadas en otro sector).

Se hablaba de un comando palestino que había tomado rehenes en el edificio de tres pisos donde se alojaba la delegación de Israel, en la Conolly Strasse 31. Spitz, claro está, jamás llegó. De origen judío, lo habían evacuado de la entonces Alemania Federal por seguridad.

En medio de la confusión, comenzaron a disputarse las competencias, como si nada estuviese ocurriendo. Pero la seriedad de los hechos obligó a las autoridades del Comité Olímpico Internacional (COI) a suspenderlas más tarde. Ya se sabía que ocho hombres con ropa deportiva y portando bolsos (allí llevaban fusiles AK 47 y granadas), habían sido vistos saltando la alambrada perimetral de la Villa Olímpica, alrededor de las 4.30, por dos obreros de la Compañía Alemana de Teléfonos. Los controles eran laxos y esa práctica, común entre los atletas trasnochadores.

Por eso no les llamó la atención .

El grupo se había dirigido al alojamiento israelí para ingresar por la puerta color celeste de planta baja. Pero se habían topado con la resistencia del entrenador de lucha Moshe Weinberg. Entraron tras balearlo. La policía informaría luego que hubo una segunda víctima. Después supimos que era el luchador Joseph Romano. Dentro del edificio permanecían rehenes nueve hombres, entre atletas, entrenadores y jueces. Otros integrantes del equipo habían escapado, incluido el periodista Israel Rosenblatt, enviado de un diario de Tel Aviv, quien más tarde contó detalles de lo ocurrido.

Promediando la mañana el Centro de Prensa era un hervidero. A medida que pasaban las horas se habían echado a rodar cientos de versiones. Los colegas formaban largas filas frente a la computadora Golim, un portento de tecnología para la época, capaz de almacenar un millón de datos. Buscaban obtener un listado de los integrantes de la delegación israelí. Sin Internet, sin mails, sin celulares ni teléfonos satelitales, herramientas de ciencia ficción para esos años, las comunicaciones internacionales estaban saturadas. Tuve tres horas de demora para una comunicación con Buenos Aires.

Mientras, había febriles negociaciones de las que participaban los gobiernos de Alemania e Israel, el COI y hasta embajadores de algunos países como Túnez y Libia. El grupo atacante pertenecía a la organización Septiembre Negro, desconocida en aquel momento. Reclamaban la liberación de 234 presos palestinos, detenidos en cárceles israelíes. La exigencia inicial era que éstos, al igual que el comando y los rehenes, fueran trasladados a El Cairo, para realizar allí el intercambio de prisioneros. Un primer ultimátum fijaba las 12 como hora límite. Ese plazo se prorrogó primero hasta las 15 y luego hasta las 17. Las informaciones llegadas al Centro de Prensa indicaban que el gobierno de Israel, liderado por Golda Meier, se negaba a tratar con terroristas .

Con las primeras sombras de la noche se generalizó la sensación de que el conflicto había entrado en un callejón sin salida. Regía un nuevo ultimátum que vencía a las 21. Casi una hora después se supo que el comando y sus rehenes habían partido en micros militares hasta el patio de las banderas, donde flameaban las enseñas de los 124 países participantes. Allí los esperaban tres helicópteros militares que, se suponía, los trasladarían a Riem, el aeropuerto de Munich. Pero los llevaron engañados a la base aérea de Fürstenfeldbruck, que fue cercada por un despliegue militar. Sin embargo, los movimientos indicaban que algo no marchaba bien. Lo que pasó en el aeropuerto es conocido: el plan imaginado para neutralizar a los comandos palestinos con tiradores de elite terminó en una masacre .

La noticia tardó en trascender. Hacia las 2 de la mañana del 6 de septiembre primaba la versión de que los rehenes habían quedado a salvo en el tiroteo. Pero una hora más tarde se supo la verdad. El ministro del Interior, Hans Dietrich Gerscher, y el jefe de policía, Manfred Schreiber, contaron en detalle lo sucedido ante cientos de periodistas que los escuchábamos atónitos. Cuando concluyeron hubo un corto silencio. Luego, un estallido de gritos. No hacía falta conocer el idioma para darse cuenta de que se trataba de reproches e insultos.

Hubo 15 muertos en la base aérea . Fueron los rehenes Ze’ev Friedman, David Berger, Yakov Springer, Eliezer Halfin, Yossef Gutfreund, Kehat Shorr, Mark Slavin, Andre Spitzer y Amitzur Shapira, cinco guerrilleros (otros tres fueron detenidos) y el policía Anton Fliegerbauer. En una medida que generó duras polémicas, se decidió que los Juegos continuaran. La mañana del 6 de septiembre escribía mi despacho mientras veía por televisión en blanco y negro la conmovedora ceremonia de honras fúnebres en el estadio.

El estadounidense Avery Brundage, presidente del COI, se ganó cientos de críticas al resaltar en su discurso la fortaleza del movimiento olímpico y no mencionar a las víctimas del ataque. De inmediato de desató una guerra de acusaciones cruzadas entre las partes que habían participado de las negociaciones que terminaron en la masacre. Para el movimiento olímpico, los hechos de Munich marcaron un quiebre, el fin de una etapa. El mundo había recibido un aviso: de allí en más, ningún lugar ni ningún evento estarían a salvo de los conflictos políticos que sacuden a la humanidad.