PRENSA

El regreso de la xenofobia

La xenofobia está de vuelta en Europa. El extranjero es nuevamente el blanco de los ataques, la explicación de todos los males: pérdida de trabajo, inseguridad, criminalidad. Encarna el temor de que uno sea sobrepasado en su propio país, de perder los “valores nacionales”, la “identidad nacional”, de ya no sentirse más “en casa”. ¿Pero cuál es la “casa” de Europa?

El retorno de la figura del extranjero cuestiona los modos en los que Europa ha buscado reconstruirse luego de un momento histórico de profunda relevancia: la caída de los imperios coloniales. Los medios y la opinión pública se refieren frecuentemente a dos hechos contemporáneos que definen el contorno y el “espíritu” de Europa: el ascenso y la caída del nazismo y del totalitarismo -sintetizados en la Segunda Guerra Mundial- y la caída del Muro de Berlín. Ambos ocurrieron en Europa. Sin embargo, la creación y la caída de los imperios coloniales, hechos de considerable importancia para la construcción de la Europa moderna, rara vez son incluidos. Las formas en las que el colonialismo y su final han dado forma a Europa no son parte de la cartografía europea. Lo que ocurrió en la colonia nunca se ve como una creación de la Europa democrática moderna, sino como una perversión monstruosa hecha por hombres “incivilizados”. Se externaliza la colonia, se la extirpa del pensamiento político. El “colonizado” es una figura extranjera, encasillado dentro de categorías fijas, perezoso, desagradecido, agresivo, violento, sexista. Su mujer, cubierta con un velo, es “oprimida”, atrapada en la tradición. La figura del extranjero sigue siendo opaca, es alguien completamente extraño, incapaz de “integrar” la cultura europea y sus valores. Y, sin embargo, sólo mediante esta integración podrá entrar en la civilización.

MISIÓN HUMANITARIA

La misión civilizadora de Europa siempre ha vacilado entre la creencia en su poder de persuasión -¿quién no querría parecerse a un europeo?- y la sospecha de que no lo logra. Por lo tanto, la batalla no tiene fin, se vuelve milenaria. La misión civilizadora de Europa es humanitaria. Su tarea es intervenir para difundir la buena palabra protegiendo a quienes sufren la opresión de tiranos locales. Las condiciones en que esa protección es concedida están siempre dictadas por el protector y nunca por el protegido. Aunque no se lo manifieste expresamente, es lo que, en definitiva, sucede. Indagar si se trata de un “humanitarismo asesino” (para usar el título de un manifiesto de 1932 firmado por André Breton, Paul Éluard, Benjamin Péret, Yves Tanguy, y los surrealistas antillanos Pierre Yoyotte y J.M. Monnerot) sigue siendo una incógnita de nuestro tiempo.

La estrecha cartografía europea construye un espacio donde la batalla entre el bien y el mal sustenta el ideal de una misión civilizadora tanto hacia el interior como el exterior del continente. La dramaturgia de una batalla entre dos extremos -democracia europea, valores liberales, derechos humanos vs. creaciones monstruosas como el nazismo, el totalitarismo, el barbarismo- encubre la necesidad europea de crear una figura que sea frecuentemente excluida, señalada, perseguida, encarcelada, discriminada, asesinada.

En Discurso contra el colonialismo (1955), Aimé Césaire escribió: “Europa es indefendible”, “moral y espiritualmente inexcusable”. Césaire argumentó que la colonización funcionó para “descivilizar al colonizador, embrutecerlo en el verdadero sentido de la palabra, degradarlo, despertarle los bajos instintos, la codicia, la violencia, el odio racial y el relativismo moral”. Para él, el nazismo fue el retorno al suelo europeo de esa violencia: “Nadie coloniza inocentemente, tampoco nadie coloniza con inmunidad”. En 1956, Césaire convocó a un giro copernicano en el pensamiento europeo contra el arraigado hábito de pensar en nombre de todo el mundo y acusó a Europa de una “fraternidad” que, convencida de su experiencia y superioridad, marca su propio camino, independientemente de las necesidades y deseos del resto del mundo. Hacia el final de su vida, Césaire todavía dudaba sobre la capacidad europea para dar ese giro copernicano.

La crítica de Césaire sobre la Europa incapaz de generar un cambio de punto de vista, de trazar un mapa del mundo siguiendo los caminos de migraciones milenarias causadas por guerras, imperialismo, colonialismo, poscolonialismo, por desigualdades en continuo aumento y violencia fue retomada por Frantz Fanon. Su sentencia “Europa es literalmente la creación del Tercer Mundo” sintetiza el papel que jugó la colonia en la construcción de Europa. La íntima relación entre modernidad y colonialismo (esclavitud y posesclavitud) disfrazada por una misión civilizadora era inevitable. Apenas se lanzó la Europa moderna al mercado de esclavos, el extranjero ingresó en el cuerpo político y en el imaginario, y el pensamiento se contaminó por el monstruoso humanitarismo que había creado para justificar su expansión, sus prácticas de genocidio y expoliación. Ayudada activamente por mercenarios locales y otros tiranos o grupos que se beneficiaron con una economía depredadora, el humanitarismo monstruoso se convirtió en una política. Se ha dicho que las políticas en la colonia y su metrópoli estaban dinámica y complejamente encadenadas. La democracia se contaminó con racismo y xenofobia. El colonialismo traía consigo la posibilidad de movimientos transcontinentales y transnacionales para aunar fuerzas en su contra, porque nada es completamente hegemónico. Sin embargo, la izquierda europea no estaba totalmente inmune a la contaminación. Puesto que su gran mayoría había sido cómplice de la misión civilizadora, en lugar de indagarse por qué había sido tan seducida por la colonización, optaba, según Fanon, por hacer uso de un discurso moralista a la hora de tratar ciertas políticas.

¿Sigue siendo operativa la misión civilizadora? En el discurso de la “integración”, la “defensa de los valores europeos”, el “fracaso del multiculturalismo”, la “invasión de un tsunami de inmigrantes” y las políticas correspondientes, resuenan los ecos de la misión civilizadora. Europa debe ser altamente deseable (como el lugar de la civilización) y definitivamente inalcanzable. Debe ser atractiva para los pueblos de todo el mundo como una identidad, una forma de vida imitable pero también, como tal, debe mantenerse aislada, protegida dentro de sus límites imaginarios.

Los temores actuales no son meras expresiones de una “falsa conciencia”. La pérdida de trabajos, la inseguridad y la criminalidad son una realidad. La sensación de no sentirse ya más “en casa” está basada en una vulnerabilidad en aumento. Ninguno de estos hechos es consecuencia de la presencia de extranjeros. Pero son, sin embargo, reales. La extrema derecha ha podido escuchar esos temores, pero los ha articulado en el vocabulario de la xenofobia. La izquierda se mantiene absolutamente incapaz de contraatacar. En Francia, el partido trotskista de Olivier Besancenot implosionó en torno a la cuestión del velo. Uno de sus candidatos para las elecciones regionales del último año era una mujer que vestía un fular. Dentro del partido, las protestas surgieron inmediatamente, particularmente por parte de las feministas. El “velo” era el signo de la opresión de la mujer, entonces, ¿cómo podía el partido apoyarlo? La división dentro del partido tuvo importantes consecuencias: pérdida de miembros, retirada de candidatos, etcétera. Las feministas eran obstinadas. Como tales, seguían la tradición dentro del movimiento feminista de querer “guiar” -como Césaire y Fanon habían dicho para los partidos de izquierda- a otras mujeres hacia la “verdadera” emancipación. En este contexto, el análisis de Fanon en Argelia desvelada merece una lectura renovadora.

VALORES

Al referirse a la revolución tunecina, el ex primer ministro socialista Lionel Jospin se regocijó por la adopción, por parte de los tunecinos, de “nuestros valores”. Los debates sobre la “identidad nacional”, sobre la especificidad del secularismo francés (que se ha vuelto casi una religión, en lugar de ser la expresión de la separación entre la Iglesia y el Estado), sobre el “Islam y la república”, son todos signos de una ofensiva diseñada para contrarrestar los cambios dentro de Europa. Los individuos, grupos y pueblos todavía se perciben en una escala jerárquica de acuerdo con su “proximidad” a valores vagos y generales.

La nueva misión civilizadora encubre nuevas formas de colonización, vulnerabilidad, fragilidad y expoliación brutal. Pero si ayer pudo Europa ingresar en la lucha contra el mercado de esclavos, sumarse a la lucha contra el colonialismo y el imperialismo, ir hacia su giro copernicano, no hay ninguna razón que explique la falta de motivos para renovar la lucha. El actual conservadorismo popular está enfrentando al pobre contra el pobre. La mezcla de políticas liberales en la esfera privada, la xenofobia, el nacionalismo estrecho, la defensa del secularismo (léase “contra el Islam”), los ataques contra la globalización no para defender la justicia social sino para proteger un capitalismo nacional, la convocatoria a conversar “sin tabúes”, “sin el complejo de culpa”, fuera de las limitaciones de la “corrección política”, testifican la ausencia de un discurso que articule el justificado descontento con la necesaria solidaridad transcontinental y la necesidad de una política de la hospitalidad ni ingenua ni abstracta, sino basada en una conversación dinámica sobre la justicia social y el bien común. De una buena vez por todas, descartemos la idea de la misión civilizadora.

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Traducción: Ignacio Mackinze.