PRENSA

Recordar el holocausto. Por Carlos Deminas (*)

Muchas veces cantamos con María Elena Walsh aquello de “…tantas veces me mataron, tantas veces me morí…”. La humanidad como colectivo social fue muerta en muchas ocasiones y aún hoy lo sigue siendo, en una carrera de odios, ambiciones de poder, intereses miserables y profundo desprecio por la vida.

El 1º de noviembre de 2005, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la resolución 60/7 por la que se designó la fecha del 27 de enero “Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto”, en recuerdo de la liberación del mayor campo de exterminio nazi en Auschwitz-Birkenau (Polonia), por parte del ejército soviético. Decía al respecto el entonces secretario general de la ONU: “Este día es, por tanto, el día en que debemos reafirmar nuestra adhesión a los derechos humanos… Debemos también hacer algo más que recordar y velar por que las nuevas generaciones conozcan esta parte de la historia”.

Muchas veces para lograr dormir, ansiamos el silencio: sin embargo hay silencios que no permiten dormirnos. Por el contrario, nos perturban y estremecen, porque provienen de las víctimas del terror. Según Aarón Appelfeld (sobreviviente y escritor), muchos de los que durante el holocausto se repetían una y otra vez que, de quedar con vida contarían en detalle todo lo que habían padecido, confesaron que llegado el momento prefirieron olvidar, incapacitados para creer que lo que habían vivido podía ser cierto. Si durante la guerra los mantuvo el deseo de relatar, después de ella parecería como si solo el intento de olvidar les permitiera seguir con vida. De no haber sido por aquellos que no pudieron reprimir sus experiencias, las propias víctimas habrían desmentido los horrores. No es de extrañar: el mundo se había convertido ante sus ojos en un violento capricho. Otros no se consideraron aptos para servir de boca a tanta muerte. Muchos sentían, simplemente, que el lenguaje conocido distorsionaba sus experiencias en tal medida, que era mejor callar.

Toda vez que el hombre se permite admitir y hasta elogiar las voces de aquellos que niegan y ridiculizan el genocidio de millones de víctimas arrasadas en esos tiempos de oscuridad absoluta, se abren las puertas a nuevas tragedias.

El relato negacionista puede provenir de políticos demagogos, capaces de degradar la política en pos de sus objetivos de ambición y ceguera: en ciertos casos hasta fueron electos por sus contemporáneos, en actos que las diversas ramas de las ciencias sociales no aciertan explicar desde la racionalidad. Los negadores pueden también vestir ropajes de clérigos o educadores: a lo largo de su historia se ha matado y se mata en nombre de Dios, o en nombre de ideologías iluminadas que sólo oscurecen al ser humano, al degradar el valor de la vida como derecho fundamental, más allá de ideas, religiones o pertenencias diversas.

Una y otra vez, el hombre se transformó en lobo del hombre transitando algunos postulados de Hobbes pero desde un Leviatán transformado en Estado ejecutor de las peores atrocidades. Y hasta se da la paradoja que desde el seno mismo de Naciones Unidas y por voluntad de ciertas mayorías automáticas, se promueven y desarrollan foros que fomentan el odio, como las denominadas conferencias Durban I y II, que detrás de postulados convocantes se transforman en tribunas de difusión para falsos mensajes, desviando la atención una y otra vez de hechos devastadores que ocurren hoy mismo frente a la pasividad y complicidad de quienes vuelven a esgrimir la perversa acción de buscar a quién echar culpas para imponer sus intereses miserables. Sólo a modo de ejemplo, las tragedias de Darfur y Kivu en el Africa son ignoradas pese a traernos al presente las páginas de Joseph Conrad en “El corazón de las tinieblas”.

Venimos a hablar por aquellos que ya no pueden hacerlo, y a exigir en su nombre y en su memoria que el hombre recuerde, no olvide y no deje olvidar.

(*) Presidente de la DAIA filial Rosario