PRENSA

Memorias de la desesperanza

Uno de los testimonios clave para reconstruir la historia del Holocausto se edita por primera vez en la Argentina. Cómo creció la corrupción a la sombra del totalitarismo ideológico.

Tuvimos en efecto algunas experiencias alarmantes en Cluj (Hungría), y al meditar ahora sobre ellas, me doy cuenta de que debimos haberlas tomado como avisos de lo que verdaderamente estaba pasando. La experiencia más significativa ocurrió a principios del año de 1944.

Un día, mi esposo fue llamado a la estación de la Policía de Seguridad, y sometido a interrogatorio por la temida ss. Fue acusado de boicotear el uso de medicamentos e instrumentos médicos alemanes en su clínica.

Afortunadamente el doctor Lengyel pudo dar una explicación satisfactoria y las ss lo dejaron en libertad. En privado estábamos de acuerdo en que el interrogatorio se debía a una denuncia. Ahora sabíamos que, por las informaciones obtenidas, el doctor Lengyel debía ser vigilado constantemente por los alemanes. Representantes de la Compañía Bayer alemana, como averiguamos después, eran miembros secretos de las ss y de la quinta columna, y tranquilamente se movían a través de Transilvania, con objeto de aumentar sus ganancias, y a la vez hacer propaganda para su país, Alemania. Habían tendido una amplia red de espionaje, y un hombre que era propietario de un gran hospital y que no simpatizaba con el Tercer Reich, presentaba un fácil blanco para sus maquinaciones.

No recuerdo con exactitud los nombres de los representantes de la Compañía Bayer. Generalmente visitaban a mi esposo o a sus ayudantes.

Pero recuerdo claramente a un hombre llamado doctor Capezius, alto, fuerte, bien parecido, de cabello oscuro y finos modales. Él era un húngaro de origen alemán que los húngaros llamaban svab. Entonces no podía imaginarme que pronto por mis propias experiencias iba a saber más sobre el doctor Capezius y qué otras ocupaciones tenía además de ser un alto empleado de la Casa Bayer. Al mismo tiempo que trabajaba para la Compañía Bayer, tenía un puesto importante en la maquinaria del Tercer Reich. Era el director del depósito de productos farmacéuticos en Auschwitz-Birkenau.

Este nombramiento en el campo de exterminación más grande de los alemanes, significaba que el doctor Capezius recibía y distribuía las inyecciones de veneno para la práctica de la eutanasia, así como el material que se usaba en los inhumanos experimentos que ensayaban en los prisioneros, y las aplicaciones del famoso gas Cyclon-B, con el que mataban a millones de personas en Auschwitz.

CHANTAJE. No pasó mucho tiempo después del primer interrogatorio cuando de nuevo el doctor Lengyel fue llevado a la estación de la policía.

Aprovechando la salida de mi esposo, el doctor Osvath me telefoneó citándome urgentemente para hablar con él en la oficina de mi esposo.

Lo encontré sentado con mucha desfachatez en su escritorio. Sin levantarse al entrar yo, apuntó a una silla que se encontraba a un lado del escritorio.

Pensando en mi esposo y en el lugar que se encontraba, me preocupaba por qué me había llamado tan urgentemente el doctor Osvath.

—¿Sabe usted la razón por la que el doctor Lengyel fue llamado a la Policía Secreta? ¿Está en enpeligro? ¡No me oculte nada! —le supliqué.

—No le ocultaré nada. El que su esposo se encuentre en peligro, depende de usted —me dijo.

—¡Oh, yo estoy dispuesta a hacer lo que sea con tal de que él regrese sano y salvo! —exclamé, sin tener idea de lo que este hombre se proponía.

Entonces el doctor Osvath se dirigió a la doctora Charlotte Holder, quien era ayudante en jefe de cirugía en el hospital de mi esposo, que se encontraba en el cuarto, y le pidió que saliera de la oficina. Se inclinó hacia adelante, y con una voz leve como un susurro, cual si temiera que alguien oyera, comenzó a hablar: —Creo que no necesito decirle que desde la llegada de los alemanes a Hungría el país ha sufrido cambios considerables. Por ejemplo, mi posición es envidiable en la actualidad porque tengo muchos amigos alemanes. Como usted sabe, yo soy de origen alemán, un svab, como ustedes los húngaros nos llaman. El jefe de la Gestapo es mi íntimo amigo. Él y sus compañeros cenan en mi casa casi a diario. Precisamente ayer les ofrecí una fiesta. La cena consistió en lechón al horno, chicken paprikas (pollo al pimentón), y como postre apfelstrudel. Bebimos vino y champaña hasta las 4 de la mañana. Estas fiestas las hacemos con frecuencia. ¡Yo soy como hermano de ellos! No hay nada que yo deseara que no fuera cumplido en el acto. Bastaría una palabra mía y las gentes desaparecerían sin dejar el más leve rastro.

—Pero, doctor Osvath, ¿qué tiene esto que ver con mi esposo? Perdone mi impaciencia, no quiero ser mal educada, pero dígame, ¿sabe usted algo de mi esposo? —Para entonces era tal mi inquietud, que me sentía desesperada.

Al doctor Osvath no pareció gustarle que lo hubiera interrumpido. Cambiando el tono, dijo: —Puedo ver que está usted muy impaciente, así que despacharemos este asunto con rapidez.

Sucede que he averiguado que el doctor Lengyel está en las oficinas de la Gestapo donde está registrado como enemigo del Tercer Reich, y mientras tanto, usted y yo debemos arreglar un asunto.

Usted debe firmarme estos documentos. —Y me entregó unos papeles escritos a máquina.

SORPRESA. Con impaciencia, empecé a leer los papeles. Al irme enterando de su contenido, mi asombro y disgusto iban creciendo Los documentos habían sido redactados cuidadosamente por el abogado del doctor Osvath. En uno de ellos se especificaba que nuestro hospital y nuestra casa le habían sido rentados al doctor Osvath. En el otro, se especificaba que dichas propiedades le habían sido vendidas. En el primer contrato se decía que yo había recibido el equivalente a las rentas por adelantado, y en el segundo se especificaba que yo ya había recibido el importe de dichas ventas en efectivo. Adjuntos a los contratos venían sendos recibos en los cuales se asentaba que yo había recibido el importe de los mismos.

Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. De pronto recordé las palabras del mayor alemán que estuvo viviendo en mi casa acerca de Osvath.

Tuve que hacer uso de toda mi fuerza para dominar mi furia y mis emociones.

—Doctor Osvath —empecé a decirle—, no en cuentro las palabras apropiadas para? Pero el doctor Osvath me interrumpió: —No hay necesidad de que diga nada, señora Lengyel, entiendo cómo debe sentirse. Pero también debe hacerse cargo de mi situación. En caso de una victoria alemana no tengo preocupaciones por mi futuro, ya que de acuerdo con la teoría nazi, si los alemanes convierten el hospital del doctor Lengyel en hospital del Estado, yo seré su director. He trabajado duro toda mi vida, y he adquirido una buena práctica en la medicina.

Es verdad que todo esto se lo debo mayormente al doctor Lengyel. Pero imagínese usted cuántos años tendría que trabajar para llegar a tener un hospital o una casa como la suya. ¡Cuánto tendría que luchar para llegar a reunir lo suficiente para comprar el instrumental quirúrgico y los enseres! En circunstancias normales, probablemente nunca podría llegar a tenerlo. Pero afortunadamente, pasamos por tiempos anormales, y puedo aprovecharlos. ¡Ésta es la oportunidad de mi vida! Con sólo usted firmar estos papeles, yo me convertiré en el propietario de todo y lo podría probar en caso de una victoria aliada.

Diciendo lo anterior, colocó la pluma fuente junto a los papeles, frente a mí, y en un tono malicioso añadió: —¿No le parece que soy un hombre listo? La escena que acababa de ocurrir parecía parte de un drama barato actuado por un pésimo actor. Las frases dichas por Osvath me sonaban torpes y carentes de naturalidad.

Miré fijamente a Osvath, y dudé por un segundo; después, recobrando mi compostura, le dije: —La persona que me pida que firme estos contratos, ciertamente necesita ser algo más que listo —le dije, acentuando la palabra “algo más”.

Amenazándome con visible disgusto, me respondió: —Le sugiero que no me ofenda.

—No estoy tratando de ofenderlo, doctor, le estoy diciendo la verdad.

— ¡Firme esos contratos! —me ordenó con la furia reflejada en el rostro.

—Se dará cuenta, doctor, que el firmar estos papeles es una responsabilidad muy grande, que no puedo asumir yo sola, tengo que esperar a que regrese mi esposo para poder hacerlo.

—Si no firma? —dijo sacando una Luger de su bolsillo…

—Si no firmo, ¿qué? —le contesté, fingiendo una calma que no sentía.

—Si no firma? nunca volverá a ver a su esposa? porque usted se suicidará aquí mismo, en esta oficina.

—Puede usted asesinarme, doctor Osvath, pero eso no le hará el propietario del hospital o de mi casa. ¡Recuerde que no es usted mi heredero! Por la expresión de su cara, pude darme cuenta de que comprendió perfectamente el significado de mis palabras, y que no le convenía matarme.

En este preciso instante, se oyó el ulular de las sirenas que anunciaban un bombardeo, advirtiendo a las gentes que se refugiaran en los sótanos.

¡Los aviones aliados volaban sobre la ciudad! Pronto oímos los pasos apresurados de las gentes corriendo por los corredores.(…) —Firme los contratos, y nos iremos a refugiar a los sótanos. —No tengo miedo, doctor Osvath —le dije. En realidad no podía haber sonado música más agradable a mis oídos, ni el ataque podía haber sucedido en mejor momento. Y con verdadera calma, le pregunté: —¿Por qué necesita usted dos contratos, doctor Osvath? ¿No sería suficiente que le firmara el que especifica que le he rentado el hospital? —¡No! He calculado cuidadosamente todas las eventualidades que pudieran presentarse, y redactado ambos contratos junto con mi abogado.

El futuro decidirá cuál de los dos contratos servirá mejor a mis propósitos, si el de la renta o el de la venta. Si los aliados ganan la guerra, alguno de estos contratos probará que he operado dentro de la ley y no he cometido nada delictivo.

¡Y nadie podrá probar lo contrario!

LA AUTORA

Olga Lengyel nació en territorio húngaro, en el seno de una familia católica. Su esposo, médico, fue asesinado con sus suegros y sus hijos en Auschwitz, donde también fue deportada Olga. En 1947, publicó su historia.

LOS CAMPOS

Lengyel trabajó en la enfermería del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau y colaboró en la rebelión que destruyó uno de los «hornos».
Sobrevivió a toda su familia. Murió en Nueva York, en 2001.

EL FÜHRER

Hitler se rodeaba de jerarcas que, además de acatar sus órdenes estratégicas para el triunfo del nazismo, generaban sus propios entornos para hacer negocios. Abajo, la entrada a Auschwitz, en la actualidad.