PRENSA

Nota de interés 1: Otro relato sobre los horrores del nazismo

¿Cuál es el lugar que ocupa Edgardo Cozarinsky en la literatura argentina? Pero ¿ocupa, en definitiva, algún lugar? ¿Es alguien que obliga a ser leído, un rumor insistente, alguien que tarde o temprano se nos aparece como una piedra en el zapato? Sí y no. Si consultáramos a un grupo significativo de lectores no demasiado perezosos, seguro nos llevaríamos una sorpresa: un porcentaje nada menor demostraría, al menos, tener una levísima idea de quién se trata. ¿Pero cuántos lo han leído, cuántos serían capaces de citar un título suyo de memoria’? Acaso la culpa de ese desajuste sea, hay que decirlo, en buen grado suya. Ocurre que Cozarinsky supo trazar, dentro y fuera de su obra, un recorrido sumamente singular: ni sus libros ni sus filmes responden a modelos estrictos, lo que lo convierte sin duda para el lector o espectador medio en un problema, alguien a quien es I preciso seguir a cierta distancia para que en sus zigzagueos no se nos desvanezca. Un caso emblemático es el de su retorno a la escritura, por partida doble, una década atrás: El pase del testigo y La novia de Odessa -ensayos y cuentos, respectivamente- eran dos libros cuyos textos uno podía jugar a entremezclar sin que el todo perdiera, en ninguno de los dos casos, solidez ni coherencia. Como alguna vez ha señalado, el lugar en el que se siente cómodo es, justamente, el de la incomodidad de lo fronterizo, allí donde no hay certezas. Lo mismo puede rastrearse en su cine: si hacemos a un lado un par de ficciones puras, el resto de su filmografía se desarrolla en un híbrido semidocumental, cuyos efectos se metamorfosean para arrastrarnos a lugares impensados y, sin duda, más complejos. Pero claro: como diría cualquier buen falso gu rú, hay que estar dispuesto a dejarse llevar.

Sería bueno recordar, también, que Cozarinsky vivió un cuarto de siglo fuera del país, aunque entre nosotros se trate de una situación casi prototípica. Más determinante, quizá, sea esa figura que encarna, tan frecuente y a la vez relevante en su Francia adoptiva, del escritor cineasta -de Rohmer a Robbe-Grillet, de Cocteau al trágico Cyril Collard-, que aquí ha encontrado poquísimos cultores y acaso sólo uno más de real interés: Martín Rejtman. En la Argentina, se sabe, quien se dedique a dos o más disciplinas no es ni fu ni fa: apenas un inmaduro que no termina de decidirse, que no termina de ser nunca ni una cosa ni la otra.
En cualquier caso, algo parece haberse destapado, por no decir desbocado, en los últimos años: un libro sucede rápidamente a otro, como si Cozarinsky estuviese reafirmando sus tonos, sus obsesiones, su búsqueda, y para ello hubiese elegido la palabra. La suya es siempre una escritura cristalina y, al mismo tiempo, elegantísima; una escritura de rasgos, de esbozos de sensibilidad, de tiempos muertos que sin embargo asfixian porque parecen contenerlo todo. Es posible pensar a Cozarinsky dentro del mapa o la familia borgeanos y verlo sobrevivir, quizá porque su influjo no lo abruma, o dicho de otro modo: porque se le parece muy poco. Sin embargo, los temas son los mismos; también la frialdad, la búsqueda de la justeza y de la sobriedad, la ductilidad para engañar al lector haciéndole creer que las cosas no podrían ser contadas de otro modo.

Cabía preguntarse con temor con qué iríamos a encontrarnos esta vez ante Lejos de dónde. ¿Otro relato sobre los horrores del nazismo? ¿Uno más del lado del enemigo? Otra vez: sí y no. La historia es, en principio, siniestra: una empleada administrativa de Auschwitz huye de allí con lo puesto, más bien con unas alhajas que apenas le sirven para llegar a Italia, el salvoconducto que poco más tarde se extenderá hasta la Argentina. Aquí, con la identidad cambiada, se refugia en el silencio y el trabajo. Pero algo sucede: una violación, el nacimiento de un hijo sin padre, el futuro que es una pro mesa pero también una som bra. Y ahí es donde entra el pul so del mejor Cozarinsky: en sintonía con aquella prédica de Vonnegut de «darle al lector al menos un personaje por el que pueda to mar parti do», en ese hijo es donde la piedad y el afecto hacen pie, sin caer en la tentación de traicionarse y hacerle demasiado caso a aquella perorata compasiva de que la historia la escriben los que ganan.
¿Habrá que terminar hablando de estilo, esa palabrita tan desprestigiada? Sí y sí: allí donde El lector de Schlink intentaba quedar bien con todo el mundo, Cozarinsky no hace catarsis pero tampoco nos deja dormir tranquilos. Un estilo de lo no dicho, entonces: quizá porque lo peor de todo es que todos, siempre, en algún lugar, sabemos.