PRENSA

El triunfo de la vida

Julius Hollander se indignó cuando se conoció el reciente robo del cartel de hierro que dice “Arbeit macht frei” (El trabajo os hará libres), ahora recuperado, que preside los portones del campo de concentración de Auschwitz, Polonia, ahora llamado “Auschwitz-Birkenau: Campo nazi alemán de concentración y exterminio (1940-1945)”, según denominación aprobada por Unesco en el 2007. Hollander se indignó tanto como cuando, en 2009, se difundieron las declaraciones y la presencia en la Argentina del obispo Richard Williamson; consumado negacionista del Holocausto expulsado por el gobierno nacional, desestima el genocidio ejecutado por la Alemania nazi contra los judíos y otras minorías.

Exitoso arquitecto y empresario, Hollander es un sobreviviente de la Shoá (utilizado aquí como sinónimo de Holocausto) que, provocado por los dichos de Williamson y también instado por una de sus nietas, después de un terapéutico olvido de décadas, profundizó su aterradora experiencia en Auschwitz y realizó un recorrido por su vida en el libro “Enfrentar el olvido”, escrito con la colaboración de quien escribe estas líneas.

LOS DATOS.

Nacido en 1929 en Tarnow, cerca de Cracovia, Hollander creció feliz en un hogar judío no religioso, acomodado.

Era alto, fuerte y travieso. Estaba por cumplir 10 años cuando la invasión nazi a Polonia (1/9/1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial) y la imposición a los judíos de utilizar la estrella de David. Luego, le impidieron asistir a la escuela, le robaron la fábrica al padre, lo echaron del departamento de toda la vida, lo encerraron en el ghetto, donde quedó atrapado, CULTURA hacinado y hambriento con su familia en junio de 1941, momento en que prohibieron las salidas.

En septiembre de 1943 lo metieron en vagones de carga (con padres y hermano) con ventanitas altas con alambres de púas, aplastado sin poder casi respirar y lo llevaron a Auschwitz, donde lo hambrearon, apalearon, humillaron, y asesinaron a todos los suyos. En mayo de 1945, escapó de la Marcha de la Muerte (luego de caminar cuatro meses) en la hoy República Checa, donde fue hallado famélico y enfermo por soldados soviéticos.

Con (muchísima) suerte y astucia, Hollander fue destinado a una unidad de trabajo donde se agenció más comida que la asignada (200 calorías diarias). Ese pedazo de pan extra, cambiado por camisas robadas del lavadero e intercambiadas con un trabajador polaco externo, fue vital.
El kapo hacía la vista gorda, a él le conseguía vodka.

Adolescente, herido y perplejo, aún sin percibir la dimensión de la tragedia, Hollander ya repuesto conoció íntimamente por primera vez a una mujer, se despidió de su amigo y compañero de martirio David Goldstein, llegó al campo de desplazados en Feldafing (Alemania) y confirmó, a través de Cruz Roja, que era el úni- co sobreviviente de su familia. Tomó contacto con una tía emigrada tempranamente a la Argentina; después de meses de peripecias en Europa y, tras negársele la visa de entrada, llegó vía Brasil igualmente a Buenos Aires en diciembre de 1946; acababa de cumplir 17 años.

En el tránsito entre Europa y la Argentina decidió olvidar sus experiencias para comenzar una vida nueva; inclusive borró el idioma polaco porque le traía malos recuerdos y le evocaba demasiadas muertes. Así, pudo estudiar, recibirse de arquitecto, formar una familia, realizarse profesionalmente, tener una vida (casi) plena, por la que está feliz y agradecido.

SUS PALABRAS.

“Después de tantos años de no querer recordar, lo intentaré aún a sabiendas de que es imposible transmitirlo cabalmente.

(…) En Auschwitz- Birkenau no era nadie, era un número, menos que un bicho. Al llegar, me sacaron las cosas que llevaba, me rasuraron la cabeza y me tatuaron un número. Al tatuarnos, nos registraban, pero también los nazis buscaban deshumanizarnos, hacer de nosotros ‘cosas’… es que uno llega a ser como una bestia, totalmente obsesionado en sobrevivir y pasar al día siguiente y llegar al otro día y conseguir algo para comer y no morirse y así, degradados”.

“Son acontecimientos tan inhumanos que cuando los relato, incluso, me sorprendo tratando de suavizarlos.

Sé que soy uno de los últimos testigos vivos del exterminio de los judíos por los nazis, que trabajaron duramente para borrar las huellas de lo que hicieron. Exhumaron los restos enterrados en las fosas comunes y quemaron los cadáveres, trituraron lo que quedaba de ellos, dinamitaron las cámaras de gas. ¿Qué queda de las víctimas incineradas en los hornos? Se hicieron humo”.
“Dudo en hablar de mi experiencia como supervivencia. Más bien creo que volví de la muerte, convertido en otro. ¿Qué sobrevivió de ese despreocupado muchachito que era yo antes de nuestra internación en el ghetto? ¿Qué quedó de aquel niño arropado por la madre, acariciado por el padre, cuando volvió de los campos de la muerte?” “La evocación de la muerte de mi padre Josef es el sentimiento más triste que guardo. Me sigue conmoviendo infinitamente su memoria; se me nubla la vista. (…) Yo estaba ahí, mientras lo colocaban en la fila de la ‘enfermería’, un eufemismo –sinónimo de crematorio–, como tantos otros que había en los campos de exterminio.

(…) Veíamos las chimeneas y el humo de los crematorios y sentíamos el insoportable y persistente olor que emanaban; es difícil describirlo, no era tufo a carne asada. Los vecinos polacos también distinguían y podían sentir el nauseabundo olor de los hornos”.

“Siempre existía un sufrimiento más, colgaban más gente, llegaba menos comida, daban menos ropa, siempre podía suceder algo peor.
Sobre todo, me duele muchísimo la escalofriante degradación a la que nos arrastraron. (…) Tenía dos obsesiones mientras estuve en el campo en manos de los nazis: saciar el hambre comiendo pan y vengarme de los nazis torturadores”.

“La dimensión del Holocausto es incomparable por la industrialización del exterminio hacia la totalidad de un pueblo, negándole su condición humana por el solo hecho de nacer judío. (…) El título del primer libro autobiográfico de Primo Levi lo explica todo: ‘Si esto es un hombre’.
Con él, también me pregunto si ¿éramos hombres los que, desgraciados, arrastrábamos nuestras existencias hambreadas, enfermas, castigadas, explotadas? (…) Los nazis nos consideraban menos que insectos y ese es un dolor que me vuelve”.

“Para quién no estuvo allí es inconcebible percibir hasta dónde llegó la infamia del ser humano, la indignidad de los guardias y oficiales nazis, la degradación que forzaron sobre nosotros, los prisioneros.
Tampoco yo puedo describir Auschwitz con palabras y, aunque pretendo contarlo, sé que eso es tan inviable como expresar mi real angustia”.

VIDA DE NOVELA.

Para esta periodista y escritora, poder conocer de primera mano la vida de novela, la historia de padecimiento y supervivencia de Hollander fue un inesperado privilegio.

Él encaró con energía la tarea de bucear en sus recuerdos, aun a sabiendas de que difícilmente podría contar su intransferible experiencia.

Tuve que insistir y detenerme en episodios tristísimos, y con el correr de los días confirmé sus cambios anímicos. Escuché con qué seguridad comenzó su relato y verifiqué su desconsuelo por no poder evocar algunos rostros y nombres. Constaté su dolor por retener intactos algunos trágicos momentos, que siguen arrancándole infinito desasosiego; que se hizo mío.

Cuando acepté con entusiasmo la propuesta de trabajar junto a él, no anticipé que su relato también me iba a afectar y arrastrar hacia una enorme tristeza. Lleno de detalles de la vida cotidiana de Polonia y la Argentina (Hollander hasta fue productor de TV), el libro es tierno, gracioso, terrible, informativo. Es el relato del triunfo de la vida.