PRENSA

Ahmadinejad en Brasil

En nombre de la soberanía nacional, Lula tiene derecho a recibir al presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, pero algún consejero que lo aprecie debería advertirle que en nombre de ese principio le convendría estar muy alerta, atendiendo los antecedentes de su ilustre visitante. Sin ir más lejos, esa precaución no la tomó en su momento la Argentina, motivo por el cual con una diferencia de menos de dos años se perpetraron dos atentados terroristas que, dicho sea de paso, aún siguen impunes.
A decir verdad, la Justicia argentina no ha hecho mucho por hallar a los culpables, pero sí lo suficiente para probar que el Estado de Irán fue el responsable de la masacre de más de cien argentinos, un dato que, dicho sea de paso, sería bueno que lo recordaran D’ Elía y Pérez Esquivel, quienes en la más recalcitrante vena antisemita siguen convencidos de que las víctimas fueron judíos y no argentinos.
El gobierno de Brasil está haciendo muy buenos negocios con Irán, al punto que el intercambio comercial entre 2002 y 2009 se cuadruplicó. Como manifestación de gratitud por los supuestos beneficios de este intercambio, Brasil ha defendido el derecho de Irán a poseer energía nuclear y es muy probable que, como consecuencia de esta visita, se firme un acuerdo de exoneración de visa, motivo por el cual los iraníes podrán viajar sin controles especiales a Brasil, como ahora lo hacen a Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
Si este acuerdo se firmara con Suiza, por ejemplo, no habría ninguna objeción que hacer, pero ocurre que el beneficiario de la generosidad de Lula es el Estado calificado como el principal exportador de terrorismo y uno de los exponentes más notorios del fundamentalismo religioso. Lula no puede ni debe desconocer este hecho, como tampoco debería desconocer que los iraníes que visiten Brasil no lo harán como inocentes turistas decididos a apreciar las bellezas naturales del país. Cualquier duda al respecto, una vez más consultar con la Argentina o preguntar a la cancillería paraguaya, cuyas fuerzas de seguridad acaban de desbaratar a una poderosa banda de narcotraficantes integrada por iraníes y comprometidos con Hezbolá.
El presidente Lula, por último, tampoco debería ignorar que el triángulo instalado en la frontera de Brasil, Argentina y Paraguay está considerado como el principal centro de financiamiento para la guerra en Medio Oriente. Asimismo, si desearan alguna información más precisa y actualizada, no estaría de más que revisaran los archivos de diarios del 4 de noviembre de este año, es decir, hace menos de tres semanas, porque allí se enterarían de que la armada israelí detuvo un barco iraní con toneladas de armas encima destinadas a las bandas terroristas que están descuartizando el Líbano con la complicidad activa de la dictadura siria.
Por supuesto que todo Estado nacional tiene derecho a recibir la visita que más le plazca, pero también tiene el deber de saber a quién está recibiendo, sobre todo cuando existen antecedentes visibles que dan cuenta de la naturaleza del régimen con el que se están relacionando.
La diplomacia iraní ha lanzado en los últimos años una ofensiva sobre América Latina aprovechando que dispone de una ancha y generosa cabeza de playa en Caracas desde donde propone expandirse hacia toda la región. Las relaciones comerciales entre Irán y el régimen de Chávez superan los 20.000 millones de dólares. Las identificaciones políticas e ideológicas entre ambos regímenes son visibles. También los negocios ilícitos, muy en particular el vinculado con el lavado de dinero. Chávez se honra de su amistad con el régimen iraní, un amorío consistente porque con las diferencias del caso ambos repudian la democracia liberal y, sobre todo, ambos integran la familia de los “petroestados”, una identidad que desde hace años se conecta con las versiones más corrompidas y autoritarias de la política.
Las otras cabezas de playa de Irán son Bolivia y Nicaragua. En la reciente guerra entre Israel y Hamas, Bolivia rompió relaciones diplomáticas con Tel Aviv, una decisión comparativamente suave a la que produjo Chávez con su habitual afición al escándalo. En estos días, Chávez ha insistido una vez más en que es necesario prepararse para la guerra y en una gira reciente ha ponderado las virtudes antiimperialistas del “monstruo de Uganda”, Idi Amin, cuya vocación socialista no le impedía practicar el canibalismo ni perpetrar masacres en masa o reivindicar a Hitler, a quien honró levantando un monumento en su memoria.
Brasil no es Venezuela y Lula no es Chávez, pero sus diplomáticos deberían preguntarse hasta dónde puede ser útil la estrategia de apaciguamiento que intentan desarrollar con Irán. Sin duda que los buenos negocios suelen ser una excelente carnada, pero a una gran potencia, que pretende integrar el Consejo de Seguridad de la ONU, siempre hay que exigirle algo más que un supuesto beneficio inmediato por el intercambio de porotos.
Brasil no puede ni debe ignorar que Ahmadinejad es la expresión política de un Estado terrorista y fundamentalista cuyas pretensiones de expansión son evidentes. Su desprestigio internacional es alto, pero lo interesante y esperanzador en este caso es que este desprestigio es de alguna manera la expresión de un orden interno -o de un desorden interno para ser más preciso- al punto que los observadores consideran que la visita a Brasil es un pretexto para lavar el deterioro de su imagen comprometida con el fraude electoral, la represión y la condena a muerte de los disidentes.
Como los dictadores de todos los tiempos, Ahmadinejad hace sonar los tambores de la guerra para que su redoble tape las voces críticas que se levantan en el interior del país y, por qué no decirlo, los ayes de dolor de las víctimas perseguidas por las disidencias políticas, pero también por sus opciones religiosas y sexuales.
En homenaje a la historia convendría recordar que la estrategia del apaciguamiento que algunos estadistas intentan desarrollar con Ahmadinejad, fue la que practicaron Edouard Daladier y Neville Chamberlain en nombre de Francia e Inglaterra para poner límites a Hitler. También entonces se consideraba que Hitler expresaba una singular experiencia nacional que se debía respetar y que la política más sabia era la de hacerle algunas concesiones con el objetivo de tranquilizarlo.
La diplomacia de Hitler era sutil y educada. Es más, comparados con los diplomáticos alemanes, los iraníes son unos vulgares patanes. Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop o Franz von Papen , para mencionar a los más conocidos, eran auténticos caballeros en la jerga europea de mediados del siglo pasado, es decir, expertos negociadores formados en la culta y exquisita tradición de Bismarck y Weber. Ahmadinejad y sus colaboradores están muy lejos de ese perfil, pero en sus similitudes con los nazis se parecen en lo fundamental, no en los detalles.
Una sabia y perversa combinación de diplomacia y prepotencia le permitió al Fhürer apropiarse con la complicidad tácita de las democracias de Occidente -y la complicidad activa en el último tramo de la URSS- de la Renania y la cuenca del Rhur. En la misma movida concluyó la militarización de Alemania, intervino en la guerra civil española, ocupó Austria, se fumó en pipa a Checoslovaquia con el aval de los firmantes del acuerdo de Munich y, recién cuando la bliztkrieg avanzó sobre Polonia, los cráneos de las democracias europeas se dieron cuenta de que a Hitler no había manera de apaciguarlo, una verdad que el único que la reconoció en el acto fue Winston Churchill, el mismo que luego dijera que a la Segunda Guerra Mundial se la podría designar con el nombre de “la guerra innecesaria”, porque si se hubiera hecho lo que correspondía -y lo que correspondía hacer estaba a la luz del día- la Segunda Guerra Mundial, con su secuela de más de cincuenta millones de muertos, no habría ocurrido .
Como Hitler, Ahmadinejad es transparente y no oculta nada. Si Chamberlain hubiera querido saber lo que pensaba el Fhürer le habría alcanzado con leer “Mi lucha”, porque allí estaba todo, desde la teoría del espacio vital hasta el exterminio de los judíos. Con Ahmadinejad pasa algo parecido. Sus declaraciones son sinceras y el problema no lo tiene él, sino los que se resisten a creerle.